miércoles, 7 de marzo de 2018

El botín en las luchas políticas son los cargos públicos

Este blog "Antididáctica" es un testimonio de liberación, la liberación que uno siente cuando rompes un determinado tabú. En mi caso fue romper el tabú de la educación y poder decir, alto y claro, que Cada día que pasa somos más incultos y más ignorantes. Y esto, además, en un momento histórico en el que la tecnología permite el máximo acceso a la cultura con el mínimo coste económico (de hecho a un coste cero). Las supuestas "ciencias de la educación", en vez de afrontar este gravísimo problema, se agotan en esconderlo y por tanto se convierten en parte del problema, no de la solución.

Y Antididáctica es también romper el segundo tabú de la educación, y decir, alto y claro, que Los responsables del sistema educativo son unos incompetentes. Es más, cuanto más alto se asciende en la jerarquía del sistema educativo nacional, más improvisación y más irresponsabilidad encontramos.

La relación entre jerarquía y incompetencia ya fue analizada por Laurence J. Peter en su libro "El Principio de Peter": Toda jerarquía impulsa al incompetente hacia arriba, es un hecho, no digo nada nuevo, pero en España y en Catalunya este impulso llega a extremos insoportables, parece como si se  premiara el disparate y el quijotismo.

Como no podría ser de otra manera, el problema educativo es parte de un problema político general, un sistema político en el que reina la incompetencia, la improvisación y la irresponsabilidad más absoluta. El llamado "procés" independentista catalán es un ejemplo magnífico de lo que estoy diciendo.

El mismo problema político que hace cien años. En La Vanguardia de hace un siglo podemos encontrar artículos en los que se denuncia la misma situación, y con una claridad y desparpajo envidiable: La política, entonces como ahora, no se entiende como sacrificio por la comunidad (patriotismo) sino como mecanismo de lucro a costa de la comunidad (nacionalismo).



ASPECTOS

¿Para qué quieren ser diputados?
 (La Vanguardia, 8 de Marzo de 1918, página 8)

Creo que a algún lector, al ver las listas de candidatos triunfantes y derrotados, al leer las denuncias de compra de votos, las cifras fabulosas que se dicen gastadas por algunos pródigos, las reyertas, las violencias y hasta las muertes producidas a causa de las elecciones, se habrá preguntado ¿por qué querrán ser diputados? ¿a qué ese afán, ese esfuerzo, ese no reparar en medios que llega a revestir las proporciones de un vicio? Pues si el lector dé la pregunta conociera las circunstancias personales de muchos de los diputados, su edad, su profesión, sus antecedentes políticos, sus estudios, su participación en las disputas de la república (casillas que para buen número de ellos estarían completamente en blanco) todavía la incógnita de ese afán de ser Diputados seria más apremiante y más obscura. ¿Para qué se afanan tanto? ¿Para qué disipar su hacienda hombres que no han dado señales públicas de civismo, que no han demostrado ser entendidos en los problemas de la ciencia política, que no han intervenido en las disputas de la plaza pública, que han permanecido indiferentes en las crisis de la ciudad? ¿Por qué la solicitud con que los personajes procuran que sean diputados sus hijos, sus yernos, sus secretarios particulares, sus pasantes? ¿Por qué se da esa importancia a la investidura de representante de la nación, en un país donde las Cortes no han llegado desde hace muchos años, si alguna vez llegaron, al tiempo de su duración legal; donde permanecen cerradas la mayor parte del año y donde el Parlamento sólo tiene una soberanía nominal, que en la práctica está tutelada y dominada por otros organismos? Hay varias razones para esa desmedida vocación parlamentaria. La conservación de los cacicatos locales, y un cierto snobismo de gente rica, influyen sin duda. Mas, a mi parecer, la causa principal es que la investidura de diputado abre las puertas a la carrera política, permite ser, sin otras condiciones gobernador, director general, subsecretario. Una elección de diputado basta para adquirir condiciones legales y para cubrir con el manto del respeto al poder parlamentario las más escandalosas improvisaciones en los altos puestos de la administración. Data este estado de cosas de la ley de Presupuestos de 1876. A raíz de la Restauración, se encontró Cánovas con un problema semejante al que se había planteado a los triunfadores de la Revolución de 1860 al día siguiente de ésta, bien que ellos no pudieran preocuparse demasiado del caso, por lo turbulento del periodo, constituido por una serie de interinidades. El problema era contener de algún modo los apetitos de botín que trae un cambio de régimen, sobre todo si han intervenido en él la conspiración y la violencia; acallar ó moderar las apremiantes demandas de Saqueo de los auxiliares y los partidarios, semejantes al ejército que acaba de tomar por asalto una ciudad.


El botín en las luchas políticas son los cargos públicos. Pero Cánovas y cuantos han querido levantar una barrera artificial de requisitos legales que se opusiera a estos apetitos, erraron por completo el camino. No comprendieron que la buena provisión de los cargos públicos es una cuestión de conducta y no de trabas legales ó reglamentarias. Mostraron el deseo de atarse las manos, de limitar sus facultades, como si desconfiaran de sí mismos, como si comprendieran que habían de ser débiles ante las aludidas solicitaciones. Mas todo sistema de garantías legales que no va acompañado de un firme propósito de conducta, (que de existir hace inútiles esas garantías externas) forzosamente se falsea. Por algo dice la sabiduría popular: «quien hace la ley, hace la trampa». Y son dos males. No pienso que el sistema de restricciones en la provisión de los altos cargos, fuera una comedia, un medio hipócrita de adecentar las arbitrariedades, cubriéndolas con ciertos requisitos externos. Fue probablemente un acto de buena fe, inspirado en el criterio de la desconfianza que domina en nuestra legislación y que por lo general ha fracasado en la práctica, sirviendo más de estorbo para el bien que de impedimento para el mal. Hecha la ley, se hizo la trampa, que consistió en fabricar aptitudes, ó mejor dicho apariencias de aptitudes, fabricando diputados. Entre el hecho de sentarse en el Congreso y la capacidad y preparación para desempeñar una Dirección general, una subsecretaría ú otro de los que se llaman «altos cargos», no hay relación lógica aparente. La declaración de aptitud a favor do los elegidos del sufragio respondía a la tradición del sistema y hasta a la superstición del parlamentarismo, pero estaba en pugna con el concepto técnico de la Administración y con el predominio que la noción práctica del servicio público va tomando en el Derecho público moderno sobre la noción metafísica de la soberanía. Como despojos ó menesteres de soberanía podían darse los cargos a los representantes en Cortes; como funciones de servicio público sólo pueden legítimamente darse a los competentes, sin consideración a sus relaciones con el sufragio. La libre provisión hubiera ofrecido menos inconvenientes, por la exacción del miedo al escándalo, que la provisión por título parlamentario. No ha mucho se dio un caso característico. Un joven, hijo de un ex-ministro, fue elegido diputado y nombrado a poco Director general. El agraciado carecía de todo antecedente de cultura que justificase la designación. Es indudable que a no mediar la investidura parlamentaria, el nombramiento, sólo a título de hijo de su padre, habría sido más escandaloso, más difícil de lograrse. Sin embargo, todo era uno y lo mismo, sólo que en vez de haberse otorgado una gracia, eran dos las concedidas, el acta, como medio para la Dirección y la Dirección como consecuencia del acta y una y otra efectos directos del afortunado estado civil de hijo de un ex-ministro. Una reforma por virtud de la cual el cargo de diputado a Cortes no diese condiciones administrativas, favorecería a la Administración y al Parlamento, permitiendo una selección mejor en cada una de estas esferas. La reforma es fácil. Puede hacerse hasta por un articulo de la ley de Presupuestos. Merece la pena de que la estudien los que de buena fe procuran la regeneración, ó más modestamente dicho, la reforma de nuestras costumbres políticas.

ANDRENIO


Cien años después, en el mismo diario, el exconseller Santi Vila reconoce públicamente que en la actualidad, mandar lo que se dice mandar, en Catalunya manda Twitter (link):

Como diría mi abuelo, hay que joderse.

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