martes, 27 de febrero de 2018

Lo Inolvidable (La Vanguardia, 26 de febrero de 1918)

En este artículo de La Vanguardia de hace exactamente cien años (26 de febrero de 1918) encontramos un ejemplo precioso de antididáctica en la figura del profesor de hebreo clásico  y sus "postreros consejos" una vez acabado su curso. No cae en la vulgaridad de pretender "aplicar" el curso a la futura vida cotidiana de sus alumnos, bien al contrario, anhela que sus alumnos puedan encontrar tan solo cinco minutos para traducir, aunque sea una pequeña frase de la Biblia. Ese es su legado: Un camino, una puerta abierta de lo cotidiano a lo universal del conocimento (¡Nunca al revés!). El conocimiento, todo conocimiento, es un tesoro.


El artículo va mucho más allá, es una reflexión sobre el sentido de la vida y el valor de la cultura, nuestras vidas (nuestros egos) son efímeros, la cultura es eterna: "un neto de cordura y una suerte de baño sedante en las aguas un tanto melancólicas de la eternidad". Vale la pena su lectura.


AL MARGEN DE LA GUERRA

Lo Inolvidable


(Diario La Vanguardia, 26 de Febrero de 1918, página 6)

Cada noche, terminada la diaria labor, a1 volver a casa gratamente rendidos de sueño, con el alma sosegada y el corazón tranquilo, nos asalta una misteriosa inquietud , vaga pero al mismo tiempo punzante,—como si en medio del sopor nocturno nos envolviera, de pronto, una ráfaga de melancolía llegada de tierras lejanas.

Las noches últimas fueron, en Barcelona. deliciosamente templadas y serenas. Pasado el Carnaval, satisfecha la desbordante algazara plebeya, extenuados los ánimos y las faltriqueras, después de media noche las calles quedan poco menos que desiertas. El alumbrado público es deficiente. Las sombras mismas se adormecen en la confiada soledad de los barrios tranquilos. Brillan de trecho en trecho, al pie de un árbol, las linternas inútiles de los serenos; y los vigilantes, cansados de platicar inútilmente, dormitan en los zaguanes, sin sobresaltos, sin prisas, al aire libre, blando como una caricia.

El plenilunio irradia benignamente su inmenso y pálido fulgor sobre la ciudad abrumada de sueño. Las estrellas naufragan en la azulina transparencia del aire. Las horas fluyen insensibles. Al doblar una esquina, al atravesar una plaza solitaria, se ve asomar detrás de las azoteas el rostro amistoso, eternamente pensativo, de la luna. Es la sola pupila en acecho, el único vigía incansable, vagando en silencio sobre la ciudad aletargada. ¡Qué paz! ¡Y qué dichoso, momentáneo olvido, se trasluce en el fondo de esta íntima paz! Hemos tenido elecciones: tenemos estado de guerra, impulsos de regeneración; debemos resolver graves problemas. Sí, es cierto; pero de momento nuestra agitación es sana, sin delirio ni fiebre. Nada impide que nuestra vida se desarrolle con la bienhechora monotonía de la normalidad. Después de trabajar durante el día, de preocuparse en sus quehaceres, de interesarse en sus pasiones y anhelos, la ciudad se adormece beatamente en el hondo remanso de las horas nocturnas.—Y es en estos cansados instantes, al volver a casa, con un poco de fatiga y sobrecogidos ya por la blandura invasora del sueño, cuando nos asalta de pronto, todos los días, una vibración dolorosa que nos sacude y despereza el alna: ¿Y en Francia? ¿Qué ocurre en Francia? ¡Qué interminable velar en casi todo el resto de Europa!

A esta misma hora, bajo este mismo maravilloso fulgor del plenilunio, los más grandes y nobles pueblos de Europa están velando, delirantes, trémulos de congoja y de fiebre. En las líneas de fuego, entre la penumbra azulina de la noche serena, por los caminos de las llanuras y por .los senderos del monte, hay un interminable parpadear de linternas; los convoyes transitan sin descanso, a millares, a millones, en un vasto temblor de fuegos fatuos. Las fábricas de municiones, los arsenales, los altos hornos, las fraguas, jadean durante toda la noche con un vivo resplandor infernal. En la serenidad del cielo teñido de luna, los ojos de los que lo contemplan, abotargados de tanto escudriñar, sólo perciben la constante y traidora amenaza de las escuadras aéreas enemigas. Y en el interior de las ciudades, de las aldeas, de los más pobres villorrios—desde Calais hasta Constantinopla pía y desde Mesina hasta San Petersburgo,— el dolor, los recuerdos atroces y los más lúgubres temores mantienen en insomnio perpetuo a millones de seres que soportan la lucha con la incomparable tortura de la pasividad forzosa.

Aquí, en Barcelona; en toda España, cada día olvidamos, durante unas horas de sueño feliz, mientras pequeñas preocupaciones. Allí, en casi todo el resto de Europa, no pueden en ningún momento quitarse de encima sus inauditos sufrimientos. Nuestra situación espiritual—además de la material, que es ya envidiable,— constituye un privilegio extraordinario, exorbitante. Es inevitable que aquí nos acostumbremos a contemplar la guerra como un espectáculo; pero sería fatal que, llevarlos de nuestro alejamiento y de la bonanza apacible de nuestras noches serenas, llegáramos a dormirnos completamente, hasta el punto de olvidarla.

Un sabio y bondadoso profesor de la Universidad barcelonesa, procuraba, hace años, enseñarnos con amor los primeros rudimentos de la lengua hebrea. Al terminar el curso académico, después de las innumerables huelgas y vacaciones estudiantiles que lo reducían a tres meses escasos dé asistencia al aula, apenas comenzábamos a saber descifrar el Breshid boráh Eloim que abre las puertas de la Biblia hebraica, nuestro manual de lectura. La culpa no era del inolvidable maestro ni de su santa paciencia en enseñarnos, sino de nosotros mismos, de nuestra pereza y de nuestro atolondramiento.

Llegado el último día de curso, el profesor se despedía de nosotros con indecible ternura, y nos daba sus postreros consejos. «Ninguno de ustedes—decía con mansedumbre—sabe la lengua hebrea. Pero, en cambio, todos están en el recto camino de llegar a saberla. Al abandonar este curso para emprender los siguientes, corren riesgo de olvidar por completo mis pobres enseñanzas. Luego se desparramarán ustedes por el mundo, se interesarán por mil cosas imprevisibles y diversas; unos medrarán, otros no harán más que mantenerse a flote, nadando con pena, y algunos irán a fondo, sin lograr ni siquiera sacar las orejas sobre el mar de la vida. Pero todos, apenas se descuiden, olvidarán sus escasos rudimentos de hebreo, ni se acordarán más de ellos, como “yo de ser rey».—(La profecía se ha cumplido al pie de la letra, lamentablemente).— «El único remedio para evitar este mal—proseguía diciendo—es muy sencillo. Guarden ustedes este librito de lectura, nuestra Biblia en hebreo. Y todas las noches, antes de acostarse, dediquen cinco minutos, ¡sólo cinco minutos!, a traducir, con auxilio del diccionario, siquiera un solo versículo. Este pequeño ejercicio cotidiano impedirá, sin implicar el menor sacrificio, que sus escasos conocimientos se emboten. Si siguen ustedes mi consejo, acabarán por leer, de manera corriente y por vía insensible, el más alto breviario del mundo. Y, caso de hacerlo, les recomiendo que se apliquen en especial sobre el libro de Job: porque el libro de Job es el libro del dolor, y el dolor es la vida!».

Enmudeció el maestro, con los ojos pensativos, ligeramente velados. Terminose el curso. Abandonamos el aula; y, a pesar de haberlos descuidado, no olvidaremos jamás los prudentes consejos de aquel último día. De tarde en tarde, al azar, damos con nuestro viejo libro de lectura. Y al abrirlo, al damos cuenta de que ya somos incapaces de descifrarlo, como si estuviera impreso en jeroglífico, sentimos un poco de vergüenza y de remordimiento.

¿Será más afortunado quien aconseje algo parecido a las gentes de España? Es natural que nuestras preocupaciones inmediatas y propias nos distraigan de las menos cercanas y ajenas. Tenemos tanto que hacer en nuestra casa, que es fácil prescindir de lo que ocurre en las de la vecindad. Sin embargo, para conservar la conciencia del inmenso cataclismo dentro del cual nuestras tareas son como un escaso riachuelo abismándose en la inmensidad oceánica, conviene no perderle nunca de vista, y en horas sobrantes, al menos unos minutos diarios, continuar observando y meditando sus fases; no por simple curiosidad, por entretenimiento vano, sino con dolor, con inmensa simpatía para los que sufren, con inteligencia, con piedad y con desinteresada templanza.

Pensemos que, al fin y al cabo, nuestras preocupaciones caseras actuales cambiarán con el tiempo, y pasando los días es fácil que hasta lleguemos a olvidarlas, porque las circunstancias las transformarán en otras. Casi todo lo que hoy nos interesa dejará de interesarnos mañana en su forma actual; con tiempos nuevos vendrán nuevas ansias. Pero la impresión que hemos recibido y recibimos frente la catástrofe mundial, eso no desaparecerá jamás de nuestro espíritu: eso será lo único inolvidable a lo largo de nuestra vida entera. La guerra ha marcado con un sello de fuego las conciencias de todos los vivientes que la presenciamos. Andando el tiempo, la humanidad futura no verá en nosotros casi nada más que contemporáneos y espectadores del inmenso desastre. Así nos llamarán para abreviar y para representarse claramente nuestras fisonomías. El hecho inaudito al cual asistimos absorberá por completo todas las actividades secundarias que ahora palpitan en el mundo, y llenará, obstruirá con su talla gigantesca el fondo entero de la perspectiva histórica. Nosotros sólo existiremos en función de relatividad con respecto al magno conflicto, acurrucados junto a él y púnicamente visibles gracias al siniestro destello de la inmensa hoguera. En España, en Madrid y Barcelona, ha habido durante los últimos años generaciones que gustaron de calificarse a sí mismas: la generación del 98, la de los novecentistas. Estos calificativos responden, en el orden local, a generosos impulsos del patriotismo ó a nobles esfuerzos culturales. Pero la declaración de guerra entre los pueblos de Europa vino a juntar a todas las generaciones actuales del mundo bajo una sola denominación universal, abriendo a cañonazos una nueva era y cimentando sus umbrales históricos con millones de cadáveres. Todos las demás denominaciones serán, a través del tiempo, borradas por el extraordinario relieve de ésta: queramos ó no, a sabiendas ó ignorándolo, los que ahora vivimos figuraremos para siempre en la trágica generación de 1914. Meditar eso, siquiera unos momentos, todos los días y antes de conciliar el sueño, es un neto de cordura y una suerte de baño sedante en las aguas un tanto melancólicas de la eternidad.

GAZIEL (Seudónimo de Agustí Calvet Pascual)

BonusTrack: 
Recopilación de artículos de Gaziel en La Vanguardia: http://www.lavanguardia.com/hemeroteca/20130310/54368999053/gaziel-agusti-calvet-director-la-vanguardia.html


1 comentario:

  1. Como para la cultura hebrea todo conocimiento es un tesoro, estudiar es valioso por sí mismo. En este sentido, también en La Vanguardia 11/12/2010 (sección La Contra), dice el rabino Daniel ben Itzjak: "Estudiamos para estudiar. Estudiar es el para qué. Es el fin. El estudio es inherente al judaísmo y a la cábala. Sólo el estudio te permitirá descubrir quién eres; cuál es tu misión aquí y llegar a ser feliz al cumplirla."

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