(Diario La Vanguardia del domingo 10 de Febrero de 1918, páginas 10 y 11)
DE LA GUERRA
Todos contentos
Es indudable que desde hace mucho tiempo se respira, por decirlo así, un ambiente favorable a la paz. Sólo de paz hablan los periódicos, y en particular ciertos periódicos de Viena y de Berlín. De la paz se trata en las reuniones de los comisarios del pueblo de Petrogrado y en las conferencias, más o menos lentas, de Brest-Litovsk; la paz quieren las cien mil mujeres que entregan sus tarjetas o sus firmas al conde Czernin; por la paz dejaron el trabajo gran número de obreros alemanes. La paz es el tema de todos los discursos de los ministros y de los jefes de los gobiernos de los pueblos en guerra. La paz os anuncia el amigo «que está enterado», y el viajero que viene del extranjero y que «ha bebido en buenas fuentes». La. paz se impone a todos, os demuestran con cifras y argumentos varios, los que hallan físicamente imposible que la lucha pueda continuar, dado el agotamiento general del mundo.
Todo ello es exacto; pero cuando se desciende de esas consideraciones al campo de las afirmaciones concretas, se observa que la discordia esencial entre los dos bandos beligerantes continúa viva como siempre. Alemania no quiere hablar de paz sino sobre el fundamento de su integridad territorial: de los demás asuntos trataría con los aliados en cuanto éstos declarasen que se hallaban dispuestos a aceptar aquel principio. Y como la coalición contra ella formada quiere que la paz se establezca con el arreglo del pleito de la Alsacia Lorena, amén de la rectificación de la frontera italiana, no se vislumbra el miedo de que ambos bandos se pongan de acuerdo. Así lo reconoce la declaración publicada por los representantes de los países aliados, después de la conferencia que acaban de celebrar en Versalles.
Puede presumirse que, para solventar las diferencias que separan a los beligerantes, se hacen tanteos de diversa índole, de muchos de los cuales—á pesar de la condenación de la diplomacia secreta—no tenemos seguramente conocimiento. Todos procuran pasar la soga de la paz por el tenue ojo de la aguja que ha de coser tantas voluntades hoy descosidas; todos intentan realizar el milagro de la conciliación general, sobre la base de las propias ganancias y detrimento de las ajenas. Pero en lo que unos llaman conciliación lo entienden otros como derrota, y mientras exista esa confusión de lenguas y de conceptos, es extremadamente difícil que los gobiernos interesados lleguen a fundamentar la paz sobre cimientos consistentes.
Separa además, profundamente, a los bandos opuestos, factores psicológicos, que nosotros no podemos comprender, porque no nos llegan a lo vivo los asuntos de la guerra; pero que son esenciales en esas tremendas discordias de los pueblos. Los asuntos materiales, que despiertan y avivan la codicia, no bastan para impulsar al hombre hasta el sacrificio de la vida; antes al contrario, el afán del lucro material más bien acrecienta el egoísmo y entorpece los grandes movimientos del espíritu. Así, cuando vemos que la gran guerra ha causado tantos desastres y las armas continúan en las manos de los combatientes, hemos de opinar—y efectivamente es así— que un profundo estímulo psicológico mantiene vivo el anhelo de pelear. El estímulo es, principalmente, el odio. Imposible es que nos hagamos cargo del odio acumulado en las naciones en guerra. Hay sensaciones y sentimientos que se pueden compadecer, aliviar, socorrer, mitigar; lo que no podemos hacer nunca es poner nuestra carne o muestro espíritu en el lugar de la carne y del espíritu ajenos. Podremos, con lástima en el corazón, dar un pedazo de pan al hambriento ; pero lo que es imposible es que sintamos aquella hambre en nuestro estómago. así pasa con el odio, del cual podemos tener idea y explicárnoslo, pero jamás lograremos sentirlo, como lo sienten los beligerantes.
Recuerdo que, en la primera quincena de septiembre de 1914, un general francés, que tomó parte en las operaciones del Marne y contempló la rápida retirada alemana, exclamó con el acento que el lector puede suponer: «¡Hace cuarenta años que mi alma se alimentaba con la esperanza de ver este espectáculo!». Cuarenta años de odio, cuarenta años esperando la hora del desquite: no; ni tú ni yo, lector, podemos comprender lo que eso significa y val.
Y esto pasa en todos los pueblos en pugna. Odios acrecentados durante la guerra por las hecatombes de las batallas, por la luz de los incendios, por los gritos de los náufragos, por la bomba que cae rápida del cielo y vomita espanto y muerte en medio de ciudades apartadas de los lugares en donde se combate.
Sólo otra acción psicológica puede servir de freno a la acción del odio. Y es la depresión moral causada por la misma guerra y por las miserias que produce. Por esa razón podemos observar que las masas populares, en las cuales es mayor el sufrimiento, son las primeras en pedir que se restablezca la paz, y la influencia de esas masas populares para resolver el problema se hace sentir tanto más, cuanto más aumentan aquellos sufrimientos.
Los estragos de la miseria son causa de que, viendo que los gobiernos adversarios no saben entenderse, las fuerzas proletarias quieren prescindir de ellos y ponerse directamente de acuerdo. No es la primera vez, ni será la última en la historia, que la voz del pueblo, la voz de Dios, intenta resolver los más grandes conflictos de las mayores potestades de la tierra. El pueblo, la masa anónima, carece de formulas, de estamentos, de tratados secretos, de todo lo que liga y encadena a las oligarquías. Por esto puede, en menos que canta un gallo, cambiar de pensamiento, y escribir paz donde antes tenía escrito guerra, o al contrario, La voz del pueblo, es evidente, se hace escuchar cada día con mayor fuerza. En Inglaterra, la acción popular—masculina. y femenina— colabora directamente en la gobernación del Estado. En Alemania, pretende hacerlo igualmente, y, para acallarla, ya no basta el estado normal de guerra, sino que se ha establecido otro estado de guerra más estrecho, de un orden más coercitivo, aplicándose la vieja teoría de que al que no quiere caldo hay que darle dos tazas y, del mismo modo, al que no quiere guerra, hay que darle dos estados de guerra, y, por añadidura, enviarle al frente de combate, para que olvide sus afanes pacifistas.
En el balance del odio y del sufrimiento se halla actualmente el gran conflicto internacional. Cuando suena la palabra «ceder» el odio se aviva, y, por el contrario, se piensa en la paz, cuando los padecimientos se hacen mayores, cuando la falta de las cosas necesarias para la vida se hace más sensible.
Que el déficit general de lo que es preciso para vivir aumenta incesantemente, no hay para que entretenerse en demostrarlo. Sin embargo, los fenómenos universales son muy complejos, y es, por lo tanto, preciso, para formar cabal juicio de la situación del mundo, mirar las cosas por todos sus costados, y no dar por acabada la lectura de un dictamen hasta haber leído enteramente el anverso y el reverso del papel. Sólo así nos enteraremos de que en Europa hay algo más que disgustos y miserias. Ya espliqué, la semana pasada, las satisfacciones de Orlando, primer ministro de Italia. La conferencia interaliada, celebrada en Versalles durante los últimos días, ha sido igualmente un manantial de satisfacciones, pues no ocultan su contento ni Lloyd George, ni Glemienceau ni ninguno de los demás concurrentes, por los resultados obtenidos en las reuniones a que hago referencia. Y si leemos la prensa del otro bando, sólo motivos hallamos, en ella, de regocijo. Las negociaciones de Brest Litovsk llevan marcha adecuada, las huelgas alemanas se han contenido con el envío al frente de varios oradores populares, los pangermanistas se relamen de gusto pensando en las anexiones del Este y en los productos de la cuenca de Briey, que quieren arrancar a Francia definitivamente, con ayuda de la labor, no menos satisfactoria, de los submarinos y el apoyo de las 200 divisiones, o más, de que ahora piensan disponer en el frente occidental. Conceptos que no arredran, sino que animan a los aliados, que aseguran destruir continuamente más submarinos que los que puede fabricar Alemania, y que esperan hacer imposible la proyectada, formidable, ofensiva germánica, gracias a la superioridad del aire, que dicen tener, y merced a la cual han derribado, en el mes de enero 290 aeroplanos alemanes, por 101 que han perdido los aliados en todos los frentes.
Y por si el cuadro de la alegría general no fuese bastante pintoresco, puede añadirse a él un anuncio, en letras bien gordas, que insertaba, hace pocos días el más importante de los diarios londinenses, entre el relato de un bombardeo y el de un naufragio: Montecarlo, palabra mágica, seguida de aquellas otras tan sabidas: season incomparable, sol espléndido, estrellas del arte, cuadro de ópera insuperable... Sépanlo, pues, las generaciones futuras, que acaso algún día consideren con lástima lo mal que andaba el mundo en estos días de conmoción universal: se va pasando como se puede, con los teatros de las grandes capitales en guerra llenos a rebosar y no vacías las salas de ciertos casinos alrededor de las mesas consabidas. La cristalina esfera sigue, como siempre, bañada en luz, para hacer bella la vida. ¿Quién, en efecto -como dijo Espronceda- alcanzará a parar la veloz carrera del mundo hermoso, que al placer convida...?
MARIANO RUBIÓ Y BELLVÍ
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POR LA MIRILLA
Renovación
No sé si es el pícaro pesimismo que tenemos metido en el alma: estamos en plena lucha electoral, asistimos a la algarada política de la renovación, y a pesar de lo que se afirma y se comenta, no obstante la chillería de los periódicos, no parece que el país se haya conmovido profundamente, ni que vayan a cambiarse los procedimientos viciados de nuestro sistema representativo, ni que pueda salir España del atolladero donde la dejaron, hundiéndose, la rutina y la ineptitud. Así observamos que se habla de los bailes de máscaras, porque estamos en Carnaval, y de las subsistencias, porque continúa la crisis. Pero la agitación política no es cosa sino de políticos.
Sin duda la situación de España es muy grave. Nos da la sensación de una nave que ha perdido su gobierno y su arboladura; que además tiene revuelta la tripulación, porque faltan el capitán y el timonel y sobran los aspirantes a sustituirlas, y que va fatalmente empujada por el oleaje a estrellarse contra las rocas, mientras reina a bordo la anarquía. Pero es 1o extraño del caso que el pasaje no se inquieta ni deja de sonreír con una desconcertante tranquilidad. Hay quien repite como para poner en cuidado a los miedosos;- «¡Nos estrellaremos! ¡Nos estrellaremos! » Y otros, acostumbrados a correr temporales, encuentran muy divertidos los balanceos, ó alzan los hombros con indiferencia, demostrando que no les importa naufragar o que consideran que el naufragio como desenlace inevitable.
Habíamos entendido la renovación como el despertar de la conciencia nacional, y a la postre resultará que el país sigue como un tronco y que sólo han despertado nuevas ambiciones semejantes a las viejas, hombres renovadores parecidos a los decadentes, y continuará en el mismo terreno pantanoso donde quedó atascada la carreta de bueyes que podría significar la cosa pública.
Leed las informaciones de la prensa sobre la campaña política. Es la eterna lucha de partidos, de los viejos partidos. La nación, en cuanto representa una fuerza viva, en cuanto significara una verdadera ansiedad por la reforma, orientada pro patria semper, no ha dado un hombre, no ha presentado un programa. Si hay una España nueva, trabajadora y progresiva, está vuelta de espaldas y vive ajena a toda ciencia o arte de gobierno. Y los hombres nuevos ¿quiénes son, si algunos han surgido de la promiscuidad en que se viven políticamente desde que comenzamos a renovarnos?.
Un día nos da un amigo la noticia: "¡Hombre! ¿Sabes quién se presenta candidato ? Pajarete, aquel muchacho que primero escribió zarazuelas, después hizo revistas de toros y, por último, quiso ser actor y fracasó porque tartamudeaba ira poco. Le recuerdas, eh? Estaba, desesperado. Se le habían agotado los recursos cuando encontró su camino: será diputado. No tiene más que esperanzas y ya me ha ofrecido su protección y un cigarro habano. Fuma de lo mejor de Vuelta Abajo.
Otro día leemos en la lista de candidatos un nombre que nos hace también recordar... ¡Caramba, Fulano, aquel señor que fue presidente de La Pandereta Recreativa y que tenía como habilidad muy festejada, el imitar a la perfección el cacareo de los pavos! Al aproximarse las Navidades el buen señor estaba en sus glorias. Iba bromeando por la calle con sus amagos, y de pronto, inopinadamente, hacía gala de sus talentos imitativos con sus con un glo-glo-glo-glo que no parecía sino que allí estaban los paveros con sus manadas fasiánidos. Algunas mujeres del vecindario se asomaban y el presidente de La Pandereta se reía entonces como un bendito de Dios. Por lo visto, quiere ahora, llevar la broma al Congreso; pues, aparte esta habilidad muy remarcable y el haber hecho una fortuna con su negocio de ultramarinos, no se le conocen otras disposiciones especiales.
Y así, entre los hombres nuevos que nos habrá proporcionado la renovación, citaríamos otros ejemplos pintorescos de vacuidad, de ambición personal, de insuficiencia y de osadía que en todo tiempo han sido abundantes en la política española. Sin ir más lejos, ahí está don Feliciano, del alto periodismo, también renovador, a quien le guardan los cajistas el secreto de infinitos deslices ortográficos. A don Feliciano, que no tiene condiciones de orador, le preguntaron si pensaba hablar en la Cámara, y contestó, impertérrito, a la ironía:—No; no pienso hablar, porque no soy hombre de palabras: soy hombre de ideas.
Y es lo que decían sus íntimos:—¡Qué idea la de Feliciano!- ¡Miren que empeñarse en ser diputado!...
Vamos, que no; que no es posible, que no puede ser: España no se renueva. Unos días de entusiasmo, mucha chillería, de prensa, movilización de los partidos, viajes de propaganda electoral, mítins, conferencias y banquetes. Al final ya lo verán ustedes: Parturient montes ridículos mus.
Todo eso de la política de renovación es como un cuento que me ha venido a las mientes y me parece oportuno referir.
En una de las casas más viejas del casco antiguo de la ciudad, vivía un viejo matrimonio, cuyos hijos, ya todos mayores y algunos casados, buscaron, lejos de aquellas callejuelas obscuras y retorcidas, bellos horizontes que fueran estímulo para su juventud y ancho campo donde emplear sus actividades. Uno se embarcó, pensando que en América estaba su porvenir; otro decidióse a cruzar los Pirineos y recorrió toda Europa para conocer todas las manifestaciones de la vida moderna en los grandes centros de civilización: el tercero quedóse en la ciudad, pero tenía su casa en uno de los barrios modernos, puesta con todo confort y rodeada de un ameno jardín, donde jugaban al sol dos niños rubios y con arreboles de aurora.
En la vieja casona de los abuelos todo era triste, sombrío y caduco. Se cansaba el matrimonio de mirarse a la cara y de verse envejecer día por día. Los muebles grandes, severos, ocupando cada uno su lugar desde hacía medio siglo, proyectando al atardecer sobre las paredes invariablemente las mismas sombras, eran comidos por la polilla lentamente, solemnemente, y el fino oído de los señores percibía, en medio del silencio de su soledad, la quejumbre leve de la madera al recibir la herida sutil que la minaba por mil partes distintas. Los pasos sonaban sobre el entarimado de un modo fatídico y hacían recordar la sentencia del Eclesiastés: «Cada paso que damos nos acerca a la sepultura».
El viejo matrimonio era feliz, porque sabía que lo eran también sus hijos; pero les amargaba la vida el espectáculo de sus caducidad, reflejada en cuantos objetos había en su rededor. Así llegó a sentir la necesidad de renovarse, y pensaron los esposos buscar otra casa, en una calle más ancha, por donde pasaran tranvías, coches, automóviles, una riada, en fin, de modernidad tumultuosa. Lo importante era olvidarse de sí mismos, de sus horas contadas, incorporándole a la ciudad. Pero los viejos son abúlicos, y les cuesta mucho decidirse a cambiar de vida, Y a pesar de animarles sus hijos y sus nietos para que abandonaran su cascaron, los dos esposos, horrorizados ante la idea del trajín que se les venía encima, decidieron no moverse; pero, en cambio, como ensayo de renovación, hicieron restaurar los muebles y cambiarlos de sitio.
Así tuvieron de qué hablar durante una temporada y se distrajeron por unos meses de sus lúgubres ideas, que giraban siempre alrededor de la muerte.
Desgraciadamente, pasado el entusiasmo de los primeros días, no lograron acostumbrarse a la. nueva distribución que se había dado al menaje, y cada vez que necesitaban de un objeto cualquiera, ya se guardara en una cómoda, ya en el bufete o en un armario ropero, tenían que hacer memoria, no recordaban bien. «¿Dónde estaba la levita negra? ¿Qué se hizo del paquete de cartas que guardábamos de nuestro hijo Luis? La receta aquella para los ataques de gota ¿donde la metimos?» Conflictos semejantes surgían todos los días. La memoria de los viejos flaqueaba: a veces, por dirigirse al bufete, la señora se iba al tranchante¿?, o buscando su marido un papel que debía estar en el escritorio, abría un cajón el chaffonnier.
Fue inevitable uno a uno, todos los muebles volvieron al sitio que habían ocupado durante cincuenta años, y proyectaron de nuevo sobre las paredes sombras familiares. Otra vez se cargaron de polvo y continuaron gimiendo levemente, mientras los viejos moradores del caserón iban contando los pasos que les aproximaban al sepulcro.
La renovación vino más tarde y de un modo radical, cuando fue demolida la casa por los piquetes Municipales, al comenzar los derribos de la Reforma.
Tocante a la política española, nos parece que la hora de la renovación, verdadera y profunda, no ha sonado. Muchos de los que vienen con aire de renovadores, más tienen facha de pasteleros que de albañiles.
JOSÉ ESCOFET
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