miércoles, 20 de junio de 2018

Reválidas, Bachilleres y Bachillerías (Julio Borrell)

ASPECTOS
Las tesis doctorales

(La Vanguardia, 19 de junio de 1918, página 8)

Ha aparecido en la Gaceta un real decreto restableciendo las tesis doctorales. Esta disposición, que no tiene nada de inesperada, hará recordar a los que estén en antecedentes uno de los más cariosos episodios de nuestra política y nuestra administración de Instrucción pública: la llamada cuestión, de las reválidas. Digo recordar porque las cuestiones de instrucción pública se olvidan pronto y preocupan poco, y a corto número de personas. No hay que fiarse de los tópicos retóricos, de la cultura y la instrucción que suelen  sembrarse en discursos políticos y artículos periodísticos. Son pura bambolla casi siempre. No responden, por lo general, ni a un entusiasmo sincero ni a un razonado conocimiento de estos problemas.

Un buen día, como dicen algunos traductores del francés, el señor Burell salió con un decreto suprimiendo los ejercicios de reválida en general, desde el grado de Bachiller al de doctor. La razón en que, al parecer se fundaba el autor de la inopinada reforma, era que los ejercicios de reválida significaban una innecesaria, duplicación de pruebas, ya que existían exámenes  de asignaturas. No pensó, sin duda, que aún admitido el supuesto de esa equivalencia y esa duplicidad fie pruebas, quedaba una cuestión previa por resolver: la de si sobraban los exámenes de asignatura ó los ejercicios de grado. Una investigación siquiera elemental, de los sistemas de pruebas académicas establecidos en los cultos; un momento de meditación sobre lo que representa una asignatura y lo que representa un título académico o declaración de capacidad profesional hubiera conducido al claro entendimiento del señor Burell a la conclusión de que, de suprimir algo, lo racional era suprimir los exámenes de asignaturas. No hubiera dictado el decreto. Por falta de estas precauciones lo dictó, pensando acaso que iba a granjear el aplauso público y hasta a favorecer a la enseñanza.  Tengo por muy probable que no tardó en arrepentirse  de su iniciativa (¡peligrosa palabra!) y que si hubiera podido revocar la disposición, sin parecer que daba su brazo a torcer, sin confesar el error, lo hubiera hecho do muy buen grado.

La Universidad de Madrid protestó airadamente y a su protesta se unieron la mayoría de las otras Universidades si no todas. Empezaron a surgir dificultades prácticas. El decreto, además de acusar un gran desconocimiento de la cuestión, infringía la Ley de Instrucción pública, infringida en verdad por casi todos los ministros, mas que en esta ocasión tuvo valedores que salieran por su marchita y cien reces esquilmada doncellez. Los doctores que, al amparo del decreto habían sacado el título, como se puede sacar la cédula, se encontraron con que eran tenidos por doctores de segunda clase. Algunas universidades les negaron el derecho a figurar en los claustros doctorales; en algunos tribunales de oposiciones el  hecho de ser doctor no revalidado, se consideró como nota de inferioridad en la carrera. Con todo, el decreto seguía vigente,  aún después de salir del gobierno el señor Burell, por el temor de que los estudiantes promoviesen algaradas si se restablecían las reválidas de los grados inferiores, no la de doctor a la que espontáneamente se iban sometiendo los estudiantes  del doctorado, para no ser considerados el día de mañana como doctores legos.  Las protestas de la Universidad dormían en las mesas del ministerio. El aplazamiento es una delas armas y uno de  los procedimientos  de la Administración, aunque no esté en los reglamentos del  procedimiento administrativo. Por fin, el señor Rodés, que en el poco  tiempo que desempeño el ministerio de Instrucción pública demostró tener más hechura de ministro que la mayor parte da sus predecesores, envió al Consejo de Instrucción pública la protesta universitaria. El Consejo, reducido a una sombra, por el señor Burrell, había permanecido silencioso e inmóvil, en medio de la protesta contra la supresión de las reválidas. Mas al serle comunicada la reclamación universitaria procedió con diligencia y acierto. Se nombró una comisión compuesta de tres eminentes profesores: Ramón y Cajal, Azcárate y Carracido y dio dictamen favorable al restablecimiento de las reválidas, inmediato en las  del grado de doctor; sometido a una información universitaria previa y a una reorganización general de las pruebas académicas en lo tocante  a las licenciaturas y demás grados o títulos de carreras y enseñanzas.

De acuerdo con la primera parte de este dictamen, se acaban de restablecer las llamadas tesis doctorales, que mejor que tesis se deberían llamar Memorias  o trabajos doctorales, ya que el nombre de tesis responde a la tradición escolástica de una argumentación en favor o en contra de ciertas proposiciones, mientras que en los trabajos científicos modernos la investigación y la crítica son dos de los grandes fines, no la habilidad dialéctica.

Repito lo que decía al principio. La cuestión de las reválidas es un episodio muy característico, muy típico de nuestra Administración de Instrucción pública; de los im promptu y las inspiraciones de los ministros, de las Ninfas Egerias de pocas letras, de lo desacostumbrado que es enterarse y hacerse cargo, porque lo mismo que el señor Burell, han hecho muchos, aunque él haya llegado a ser una figura representativa. El preámbulo del decreto del señor Alba, lleno de eufemismos y de circunloquios , para no molestar al señor Burell  (que es el primer convencido de que lo de las reválidas fue un mal paso) muestra que un error es mucho más fácil de cometer que de enmendar. El error se comete de una plumada, en un instante, es como una alegre pirueta del absolutismo ministerial. La enmienda, necesita muchos rodeos, muchas precauciones, basta si me apuran muchas protestas, de que el disparate que se va a enmendar fue una cosa muy bien hecha. Y hay quien piensa que el principio de autoridad padece si no se sostienen con toda energía las equivocaciones.

ANDRENIO




Bachilleres y bachillerías

(Un artículo periodístico de Julio Borell, fecha desconocida)

De todos nuestros hombres políticos solo recuerdo uno con quien jamás haya tenido el honor de cambiar palabra ni saludo. El personaje político es el Sr. Groizard, ministro de Fomento. Alejado de España en altos puestos diplomáticos  allá por la época en que algunos jóvenes demócratas y liberales hiciéramos nuestra entrada en la vida parlamentaria, solo he podido conocer al Sr. Groizard por su fama de jurisconsulto, y ahora más recientemente por sus discutidas reformas.
Mi aplauso y mi cooperación modesta a la obra importantísima del Sr. Groizard son bien espontáneos, como lo es también mi convencimiento, origen a su vez de tal aplauso y de aquella entusiasta cooperación. Las honrosas menciones que de escritos míos defensores del decreto  Groizard hacen catedráticos y publicistas distinguidos en periódicos y en revistas, me confortan contra la incertidumbre. Los partidarios de las reformas van siendo ya legión, y eso que amenazaban los enemigos con dejar tamañiito al ejército de Jerjes.
Claro está que los profesores van por un lado y que por otro marchan los padres de familia, a todo trance empeñados en sacar bachilleres como quien saca pollos de una incubadora industriosa.
Pero por lo mismo que la lucha se determina bien en sus caracteres esenciales, adviértese consoladoramente como con la ruidosa batalla solo se esgrimen por los enemigos de toda saludable y científica transformación las arenas mohosas del utilitarismo y del interos privado, por completo ilegitimas y desdeñables cuando, como ahora, resulta planteado con valentía el problema de la educación, grave para la ciencia, importantísimo para la cultura nacional.
"Vuestros hijos no serán  bachilleres hasta los diez y seis años". "Las matriculas van a costamos un sentido", y no dicen más las votes que pro-testan; si dicen algo mas es para mostrar algún nuevo flaco, algún prurito  de simonía para con la ciencia: —Las asignaturas son muchas; los chicos que van al Instituto en busca de un titulejo fácil, que necesidad tienen de saber Derecho usual ni Estética, ni sistemas de filosofía, ni Historia de la literatura?
¿Qué falta le hace a un bachiller una Teoría sobre el Arte?
¡Claro! Para los abogados de secano y pan los médicos actuantes in anima vili; para la microbiada universitaria que, tarde o temprano, se extiende por el campo de cultivo de las oficinas públicas, con saber garrapatear una firma al pie de una nómina ya huelga toda la ciencia de todas las Salamancas pretéritas y de todas las Sobornas presentes.

***

El Sr. Groizard, con un decreto que no es la perfección ni cosa que a la perfección se acerque; con una reforma que para mí tiene el grave defecto del dualismo científico haciendo bachilleres en ciencias morales y en ciencias físicas, como si tales clasificaciones y apartijos pudieran responder a la enseñanza integral; el señor Groizard, "precipitando un poco los acontecimientos", ha realizado, sin embargo, una obra de gran trascendencia en aquello que su decreto tiene de arranque y decisión pan cortar la anémica cabeza a la vieja enseñanza ritualista, burocrática, mecánica y estéril.
La rutina y la comodidad han recibido un golpe terrible, y al golpe han quedado de una vez y para siempre en desnudez que pide detentes vestiduras.
La Memoria y el librejo aparecen ya en muy secundario lugar. El mísero recitado estudiantil y la tarea nada elevada ni nada trascendente del profesor, reducido a la sinecura de oír con el libro de texto a la vista y de señalar pan el día siguiente la copia y la canturia de otra lección, no van a ser ya procedimientos y métodos de usual y corriente empleo.
El catedrático tendrá que educar; el catedrático tendrá que asistir lentamente en uno y otro curso al desarrollo intelectual del alumno, a la fructificación de las semillas arrojadas sin precipitaciones al surco... Los cuatro o cinco cursos a que son ya de hoy en adelante "dosificadas", metodizadas y organizadas las materias de enseñanza requieren una gran vocación en el profesor y un cuidado de todos los días.
Ya no será posible acabar las asignaturas de un "golletazo", ni catedrático y alumno se perderán de vista de pronto y pars siempre, sin que entre uno y otro quede lazo moral ni comunicación intelectual posible.
Lo que el Instituto y la Universidad deben tener de hogar y prolongación de la familia, lo que da fuerza y carácter al estudio, la persistencia y la unidad, son condiciones imprescindibles en la nueva organización, y este es el gran paso y el gran triunfo del Sr. Groizard.
Es evidente que los padres, deseosos de "sembrar bachilleres para recoger empleados", hallaran en todo esto mucho de música celestial y no poco de música wagneriana.
Los alumnos con ocho o diez altos no son tampoco gran voto en Ia cuesti6n; estos profesores (que si pueden serlo) divídanse en dos bandos:  unos toman las cosas de la enseñanza en serio, y dicen: "Ese es el camino señalado al decreto Groizard", y otros, con toda su alma y con encantadora bonhomie, dicen por lo bajo y aun por el registro agudo: "iVaya  por el señor Groizard, y cerno nos ha reventado, cargándonos de materias que maldito si nos han vuelto a preocupar desde que cogimos Ia  cátedra y escribimos el socorrido y piadoso libro de texto!"
Aplauden generalmente los jóvenes pan quienes todavía la cátedra no se ha convertido en tienda de retazos y desechos de ideas. Se ríen de  la "ocurrencia del Sr. Groizard" y se indignan contra ella (dómines y aventureros de Ia enseñanza, que, sin ocasión ni continuidad de pensamiento y cultura, ven en el Instituto o en la Universidad una oficina del Estado donde, ¡qué demonio!, se cobra poco; pero lo que se cobra es el precio de una media hora de científico chirigoteo.
Entre unos y otros, el Sr. Groizard aparece con la nobilísima aspiración de colocar la balanza en el fiel; y aunque no hay fidelidad posible en balanza humana, basta la intención para ganar el espíritu de justicia.
Ha transigido ya el Sr. Groizard en cuanto podía transigir; los "famosos derechos adquiridos" (no ha habido nunca tales derechos ni tales moutons), a salvo se encuentran con el decreto
Quede, pues, por entero el trabajo de organización definitiva de la reforma. Flaquear ya en ello sería renunciar a otra más grande y, sin duda, más urgente: a la de la Enseñanza primaria, que es nuestro escarnio y nuestra picota.

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