miércoles, 16 de mayo de 2018

En un huerto de Tánger (La Vanguardia, 14/5/1918)

AL MARGEN DE LA GUERRA

En un huerto de Tánger

(La Vanguardia, martes 14 de mayo de 1918, página 8)

Hace años, en el Norte de África, regresando una tarde del cabo Espartel, nos detuvimos a descansar bajo la sombra de un huerto aireado y frondoso, a las puertas de Tánger. Se celebraba allí una boda moruna, o un bautizo, o no sé qué festejo popular y solemne. Sólo recuerdo que su mayor atractivo consistía en entregarse una gran parte de los invitados al ejercicio pintoresco y violento de correr la pólvora. Nuestro guía indígena era amigo o conocido de los que estaban congregados; y así pudimos, a pesar de ser cristianos y extranjeros, participar de la fiesta. Nos apeamos de nuestras cansadas cabalgaduras, desencogimos un instante las piernas, y miramos bajo la sombra templada de los árboles.

Se hallaba situado el huerto en la ladera de una loma que descendía suavemente basta el mar. Entre los árboles frutales y las bajas parcelas de plantaciones simétricas, destacaban enmarañados manojos de chumberas, zarzamoras y pitas. La tarde era calurosa pero despejada. Al pie de la loma se extendía la franja amarillenta de un arenal costeño. Las aguas del Estrecho brillaban al sol de la tarde, salpicadas de espumas que brotaban de improviso y emergían blandamente, como claros penachos, para fundirse otra vez en el fresco y azulado tumulto del mar. Lejos, medio borrada en el vaho caliginoso del aire, se divisaba la parda costa de España. A la derecha, esparcido en la orilla africana, el caserío de Tánger se iluminaba con los rayos oblicuos del sol declinante, Las azoteas, las cúpulas y los esbeltos minaretes de las torres, albeaban sobre la rosada palidez del cielo o el profundo y dilatado silencio del mar. Entre la densidad de los edificios, del fondo impenetrable de sus patios sombríos, brotaban altos troncos de palmera con las ramas inmóviles, perezosamente extendidas al sol de la tarde, entre un lento revolotear de palomas.

La fiesta se celebraba en la parte baja del huerto. En torno de una explanada árida, la muchedumbre moruna formaba una densa valla de albornoces, turbantes y chechias, confusamente agitada y revuelta. Sonaban flautas, zampoñas, rabeles, y un redoblado rumor de tambores con acompañamiento de castañuelas o platillos metálicos. Y en el interior del cuadro, montados en corceles veloces que se encabritaban y retorcían furiosamente, los corredores de pólvora disparaban sin cesar sus carabinas y espingardas, galopando de un cabo a otro de la explanada, a rienda suelta, entre alaridos frenéticos y nubes de polvo.

Mas no fue el espectáculo, con ser para nosotros tan nuevo y vistoso, lo que nos sorprendió entonces y lo que recordamos ahora. Fue un personaje singular que hallamos en el huerto, y que se encontraba completamente alejado del tumulto. Para no turbar con nuestra presencia la intimidad de la fiesta, estuvimos mirándola desde lejos, en lo alto de la loma, sentados bajo los árboles más frondosos del huerto. Y allí, junto a nosotros, acurrucado en el suelo y con la espalda apoyada en el tronco de una vieja encima, vamos a un moro que estaba contemplando la fiesta con el recogimiento imperturbable y sereno de un dios. Aparentaba unos cuarenta años. Estaba envuelto en un amplio albornoz de lana blanca, limpísima. El capuchón que traía no dejaba ver más que el severo perfil de su rostro moreno, sus cejas negras y arqueadas, sus grandes ojos melancólicos, la comisura de sus labios y el ensortijado espesor de su bigote lacio y su barba saliente. Tenía las manos recogidas entre los pliegues del manto, las piernas cruzadas y los pies escondidos a la manera habitual en su tierra. Su expresión era sosegada, dichosa, de hondo e insensible bienestar. Lo único que cambiaba en su rostro era la dirección de su inteligente mirada. Sus ojos oscilaban siguiendo el azaroso tumulto de los escopeteros. Y de cuando en cuando con un gesto pausado, espacioso, se llevaba a los labios un vaso de cristal que tenía dejante, sobre el susto, lleno de agua perfumada con una hoja lustrosa de menta. Rozaba únicamente la bebida, dejaba el vaso y volvía a mirar.

La baraúnda de la fiesta era horrible. Todos gritaban, danzaban, se estrujaban y se enfurecían. Entre los espectadores se levantaban interminables disputas sobre la excelencia de los caballeros. Cada cual tenía su partido predilecto y ponderaba las excelencias y habilidades de unos u otros. Varias veces pareció que la fiesta iba a terminar con una pelea general, atropellándose todos y corriendo la sangre en vez de correrse nada más que la pólvora. Era una tempestad de aullidos, gritos, interjecciones, apostrofes, gestos desaforados y amenazas... Sólo nuestro vecino permanecía inmóvil. No es que estuviera absorto, divagando, perdido en pensamientos íntimos y desinteresado de lo que ocurría en el huerto. Era evidente, por el contrario, que no perdía un solo detalle de cuanto pasaba. Veía más sin duda que los partidarios mismos, porque los abarcaba a todos. Sin embargo, lo único que ejercitaba era su inteligencia. Los gestos y gritos no le interesaban por sí mismos. Es posible que, de estar enfrascado en la fiesta, no habría podido distraerse al impulso de vehemencia general. Pero alejado de ella, recostado contra el tronco de un árbol y en lo alto de la loma, su vasta mirada resumía como una lente diáfana, no sólo el trajín pasajero del escandaloso festejo, sino además la honda suavidad del paisaje.

Terminó la fiesta. Todos fueron saliendo del huerto. Las aguas del Estrecho se teñían de tintas violáceas y cárdenas. La costa de España se esfumaba en la sombra. Sobre el caserío de Tánger se extendía la neblina acuosa del crepúsculo, impregnada de relente marino. Nos levantamos para recoger las cabalgaduras que andaban paciendo. Partimos. En la soledad del huerto sólo quedó el desconocido, en su actitud inmóvil, con el vaso de menta a sus plantas y los ojos perdidos en la borrosa y desierta lejanía del mar.

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El recuerdo de aquel hombre me ha acompañado después innumerables veces, a través del mundo. Su actitud representaba, para mí, una modalidad esencial del espíritu humano. Y cada vez que he debido sumergirme en el torbellino dionisíaco de los sucesos e intereses cotidianos que nos preocupan necesariamente, sin que podamos evitarlos, he recordado con encanto la posición serena, comprensiva, apolínea por excelencia, de aquel moro que hallamos sentado en un huerto de Tánger. ¿Qué es preferible, participar directamente de la baraúnda mundanal o contemplarla de lejos con inteligencia? Más que a causa de sus diversidades étnicas e instintivas, los hombres podrían dividirse en dos clases perfectamente distintas según la respuesta que dieron a aquella pregunta. La vida diaria, la que todos estamos obligados a llevar con esfuerzo, es por necesidad un tumulto, una conflagración constante de tendencias opuestas, inmediatamente irreductibles, que solo se resuelve con la restrucción de unas por las que logran dominarlas. En esta algarabía fatal de lo cotidiano, debemos forzosamente opinar, esto es, tomar partido, renunciar a la armonía comprensiva del conjunto para hacemos activamente partidarios de una de sus fases, la que nos parece mejor y más afín a nosotros, o más conveniente a nuestras necesidades momentáneas pero imperiosas. Luego, con el tiempo, todo se resuelve en una unidad definitiva, en una resultante histórica, y los partidarios opuestos de hoy quedaríamos asombrados si pudiéramos ver cómo se armonizarán mañana nuestras irreductibles contrariedades.

El espíritu dionisíaco es el que goza en la confusión dinámica de los mil incidentes pasajeros que integran la actualidad de la vida, apasionándose por ello- y poniendo su esfuerzo para que triunfen. El espíritu apolíneo es el que tiende a recrearse en la pura y desinteresada inteligencia de los sucesos, con vistas a su cristalización superior y definitiva en el seno de la eternidad. Ambos espíritus son necesarios, sobre todo el primero. Sería tan absurdo imaginar una humanidad compuesta únicamente de espíritus contemplativos, inmovilizados en su propia serenidad, como sería lamentable un mundo formado tan sólo por seres agentes, ebrios de inquietud y de interesado delirio. Unos y otros se necesiten y se compenetran. Y para que pueda haber uno de solo de esos raros espíritus que saben mirar, es necesario que exista una multitud enorme e informe de los que brincan y se retuercen entre las salvas ensordecedoras de la escopetería.

La mayoría de los hombres se inclina, por tendencia natural, hacia esa segunda modalidad de lo dionisíaco. No es de extrañar que, en nuestros días, los pueblos beligerantes estén por completos absorbidos en la actividad ciega y nerviosa que les comunica su propio instinto de conservación. Puesto en su caso, lo raro sería que hombre alguno no hiciera lo mismo. Pero lo más significativo es que hasta los neutrales adoptan, no por necesidad sino voluntariamente, una posición espiritual idéntica. Diríase que lo más propio habría sido dada su abstención forzosa que los neutrales se mantuvieran en la actitud apolínea y serena de un contemplador. Esta actitud no significa desinterés, ni ironía, ni ausencia de opinión personal. El moro que contemplaba la fiesta del huerto de Tánger, denotaba sentir un interés vivísimo por todos sus lances, no se burlaba ni por asomo de los escopeteros y hasta es de presumir que sintiera profunda simpatía por alguno de los bandos y que deseara con toda el alma su mayor lucimiento. Mas por encima de esas particularidades ponía su deseo supremo de inteligencia pura, su interés insuperable de ver claro y de comprender e interpretar exactamente lo que veía: y esto era lo que lo realzaba y distinguía con tanto relieve entre la turbamulta confusa.

Las gentes neutrales (y España es un modelo ejemplar bajo este aspecto) no hacen eso. Han visto la conflagración e inmediatamente han tomado partido por unos u otros, sin contar que sus apreciaciones son absolutamente superfluas. Oyeron gritos, y en seguida se pusieron a gritar con más furor que los mismos interesados en el griterío. Al sacarse las zamponas, ellos sacaron gaitas; y al redoblar los tambores, ellos aporrearon bombos. Parecen los propios dueños de la fiesta: nadie discute tanto como ellos, ni se desgañita tanto, ni conoce con más perfección el programa, ni protesta con tanto denuedo, ni brinca y se retuerce oon un furor semejante. Los mismos interesados se asombran de verles y oírles, de sus comentarios, de sus apasionamientos, de sus estridencias y meneos. Y lo más chocante es que nadie sabe por qué están en la fiesta, pues ni conocen a la novia, ni fueron invitados, ni han de sentarse a la mesa cuando llegue el momento del anhelado banquete.


Todo este estruendo debe ser necesario, sin duda, porque contribuye a desarrollar las circunstancias que han de producir la resultante final. Mas no olvidemos nunca que el torbellino dionisíaco no es más que el ritmo de los elementos pasajeros cuando están en ebullición creadora. Todos ellos se olvidarán para siempre una vez terminada la obra. Esta, el elemento esencial, será la fusión eterna de las contradicciones de ahora en un molde sereno de inmovilidad apolínea. De las guerras pasadas, de los grandes cataclismos del mundo ¿qué queda? Nada de lo que fue su anécdota rencorosa y su trivialidad turbulenta. De aquellos grandes hechos que en su día también despertaron convulsiones tan vastas y complicadas, sólo tenemos la simple y sintética imagen que dejaron en el cristal enternamente límpido y sosegado de la inteligencia. A través del tiempo, de la guerra de ahora no quedará más que un recuerdo comprensivo, puro, como de los dioses antiguos y de los grandes anhelos que despertaron sólo queda alguna pálida e inmóvil estatua de mármol. De esta guerra sólo se perpetuará lo que de la fiesta moruna de Tánger pudo perpetuarse en el mirar de aquel desconocido que la contemplaba con simpatía y fervor, pero serenamente, a distancia, recostado en el tronco de un árbol.

GAZIEL

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