Las clases no iban nada bien, el ambiente era insoportable, hasta que aquel profesor decidió saltarse el currículum oficial y ofrecer a aquellos alumnos contenidos y problemas que realmente tuvieran relación con las situaciones que se encontraban fuera de las clases, unas matemáticas “de la vida real”. Y todo cambió radicalmente. ¡Ah! Los alumnos se motivaron, ahora sí tenían interés en aprender, en participar, ahora sí sentían al profesor y a la asignatura como algo valioso, algo cercano, algo motivador. Desaparecieron los conflictos en el aula, el clima era agradable, y la clase se llenó de luz y color.
Pero ¡ay! un día aquel profesor fue llamado por la dirección del instituto. Se acercaba el día de la prueba de evaluación del alumnado, una prueba idéntica para todos los alumnos de la nación, con unos criterios y unos contenidos totalmente extraños para aquellos alumnos y su contexto social. Desgraciadamente del resultado de aquella prueba externa dependería la futura dotación económica del centro, su clasificación, el futuro de sus profesores, incluso el cierre del centro. La directora le hizo saber que debía dejar inmediatamente de impartir aquellos contenidos alternativos, y dedicarse a enseñar a los alumnos única y exclusivamente los contenidos que entrarían en aquella prueba externa. Enseñar para aprobar aquel examen. De nada sirvieron las protestas de aquel profesor al ver que perdería todo lo que había conseguido educativamente, y todo por falsear tramposamente unos resultados estadísticos nacionales, tan lejanos de la realidad cotidiana de aquellos jóvenes. A partir de aquel día, el único color que llenó aquella clase era el gris de las caras de aburrimiento y tristeza de los alumnos y el profesor mismo, todo ellos esclavos de un sistema educativo insensible y opresor.
La historia de este profesor, de haber pasado en Catalunya, habría sido ascendida hasta el Olimpo educativo como modelo de lo que tiene que ser la educación moderna, activa, dinámica, competencial, adaptada a los problemas de la vida cotidiana. Este profesor habría ganado todos los premios educativos imaginables y habría aparecido en todos los medios de comunicación como un ejemplo para todos como superación de una rancia educación basada en contenidos, como ejemplo de una moderna educación basada en competencias, un profesor que abandona su zona de confort del aprendizaje memorístico y se implica en la vida real de los estudiantes y sus motivaciones. Los pijogurús educativos oficiales le hubieran santificado y promovido para sus chiringutos educativos.
Esta historia es a grandes rasgos, el argumento de la temporada 4 de The Wire, una de mejores series americanas de televisión de todos los tiempos. Transcurre en una de las barriadas más degradadas y desfavorecidas de la ciudad de Baltimore, alrededor del año 2008, cuando el gobierno federal impulsó la política de evaluación sistemática de alumnado “No child left behind”.
El profesor, Roland “Prez” Prybylewski, es un profesor blanco novato que se encuentra con un alumnado afro-americano de un entorno social terrible, donde la única promoción social posible es el trapicheo de drogas en las esquinas del barrio.
El abismo entre la política nacional “No child left behind” (evaluación del sistema educativo mediante la sistemática evaluación del alumnado), y la dura realidad de estos alumnos trapicheando con drogas en las esquinas da lugar al irónico juego de palabras del título de la temporada: “No corner left behind”.
La historia de este profesor sólo tiene ¡ay! un pequeño problema, un único “pero”. Que es mentira. Las matemáticas “de la vida real” que este profesor felizmente desarrolla con estos alumnos, las matemáticas que realmente les motivan, se reducen a las matemáticas de la probabilidad, más concretamente a las matemáticas subyacentes a las apuestas de los juegos de dados y cartas que abundan por las calles de ese barrio. Este profesor les enseña las técnicas matemáticas para calcular los resultados más probables, minimizar los riesgos y ganar dinero apostando. Y en el summun del poder motivador, resulta que estos jóvenes realizan todos estos cálculos matemáticos ¡mentalmente!, mientras juegan, los mismos jóvenes que son incapaces de realizar las más sencillas operaciones matemáticas como dividir 25 entre 2.
Si al menos esto fuera verdad, si existieran esas matemáticas que les permitieran ganar en las apuestas callejeras, nos encontraríamos con un interesante debate ético ¿Es ético que en los institutos se motive a los alumnos con unas matemáticas... para ganar dinero en los juegos de azar? ¿Se podría considerar cultura emprendedora?
Pero lo más grave es que no es cierto. No existen esas matemáticas. No existen esas supuestas fórmulas matemáticas (y menos con cálculo mental) que den al joven una supuesta ventaja en el juego de azar real con dinero.
Precisamente la probabilidad, la rama de las matemáticas dedicada al azar, si algo enseña es que, a la larga, siempre acabas perdiendo. La probabilidad precisamente pemite diseñar unos juegos que devuelvan mucho dinero al jugador. Las tragaperras de los bares devuelven en premios más del 95% de lo que ingresan, curiosamente la clave del éxito de las tragaperras es que “traguen pocas perras”. En los casinos el porcentaje de devolución es aún mayor. Los juegos de azar son muy generosos, pues con esto se consigue alimentar en el jugador la sensación de que gana, de que pierde poco, de que la máquina le da muchos premios. Todo esto naturalmente importa un pimiento, pues a la larga, y con una gran cantidad de jugadores, las matemáticas no fallan para el trilero o el dueño del casino, que irá acumulando sutilmente ese pequeño pero jugoso porcentaje de dinero, cómodamente sentado en su butaca, riéndose del mundo.
Pero este conocimiento matemático profundo sólo se alcanza después de asimilar muchos conceptos teóricos difíciles, no está disponible en comprimidos masticables competenciales. Nos guste o no, para que nuestros jóvenes se formen, se necesita un aprendizaje rico en contenidos, con una sólida base de conocimientos. No podemos engañar a los estudiantes. Paradójicamente, una educación competencial tendrá como resultado la mayor de las incompetencias imaginables.
Los profesores en Catalunya llevamos años esperando la “inminente” llegada del nuevo currículum educativo, en el que todos los contenidos formativos y todos los criterios de evaluación serán competenciales. Nos mantenemos en un desierto educativo a la espera de llegar a la Tierra prometida competencial, un currículum que será estupendo, moderno, fantástico, motivador, acabará con todos los problemas de disciplina actuales y pondrá a Catalunya en la vanguardia educativa mundial... pero sólo tiene un problema ¡ay! Que no llegará nunca, porque no existe ni existirá jamás, porque es una pura ficción. Una ficción que no afecta significamente a las clases acomodadas, que disponen de los medios para ofrecer a sus hijos “extraescolarmente” toda la cultura y conocimientos que no les ofrezca el sistema educativo, pero que afecta muy gravemente a las clases trabajadoras, pues dependen de un sistema educativo sólido para compensar las carencias culturales familiares y sociales. Una ficción que aumentará terriblemente la desigualdad social entre clases, pues significa la destrucción del sistema educativo como ascensor social. Todo muy americano.
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