Los que somos de Barcelona sabemos mucho de turismo. De lo que
significa vivir en una ciudad volcada en el turismo como es Barcelona, de ser
tratado como un turista en tu propia ciudad, de pagar precios de turista en tu
propia ciudad, de que tu escalera se llene de apartamentos turísticos que no te
dejen dormir de lunes a domingo y que al ayuntamiento le importe un rábano...
Al final o te hartas y te vas a vivir lejos de Barcelona,
como hicimos mi pareja y yo hace más de tres años (la mejor decisión que hemos
tomado en nuestra vida), o lo aceptas y convives con ello.
Si convives con el turismo lo peor de todo es que te
conviertes tú mismo en un elemento turístico más, en un objeto del paisaje
turístico, algo que a su vez refuerza más aún si cabe el carácter turístico del
entorno, en una espiral sin límite. Al final todo es turístico. Un ejemplo de
esto lo tenemos en la siguiente carta publicada en el diario La Vanguardia (11/12/2014), el
principal periódico de Barcelona:
Un ciudadano de Barcelona protesta enérgicamente porque
considera que al estar mal señalizado, los turistas se pierden buscando... el
laberinto de Barcelona.
Leyendo su carta no podemos dejar de compartir la
consternación de este ciudadano que ha visto a tantos turistas perdidos por las
laberínticas calles del barrio de Horta intentando encontrar el Laberinto,
malgastando su precioso tiempo turístico, sin llegar nunca a su destino que es
también un laberinto, sin poder experimentar la sensación de entrar en el
segundo laberinto, el de pasillos de tupido seto de ciprés, para poner a prueba
su capacidad de orientación y paciencia, para encontrar la salida de este
segundo laberinto, pero (oh!) su salida es la entrada al primer laberinto, el
de calles colindantes, por lo que estamos ante el fenómeno de la laberinticidad
absoluta: Un laberinto cuya salida es la entrada de otro laberinto que a su vez
tiene como salida la entrada al laberinto inicial. Una especie de cinta de
Moebius de la que es imposible escapar
Desde aquí hago un solemne llamamiento al Ayuntamiento de Barcelona
para que declare de interés general semejante fenómeno metafísico, y lejos de
poner indicaciones, lo convierta en una atracción turística más.
Los laberintos son la única construcción urbanística que
está pensada y diseñada con el fin de provocar la ansiedad de sentirse perdido,
pero también son, por ésta misma razón, oportunidades de experimentar
satisfacción personal, son desafíos, retos que ponen a prueba nuestra
inteligencia, nuestra paciencia, y nuestra capacidad de esfuerzo personal. En este sentido los laberintos son como las
matemáticas.
Los didácticos, pedagogos y demás expertos en educación son
como el señor de la carta: se dedican a poner y exigir más y más señales
orientativas en el aprendizaje, convertir la cultura en algo esencialmente
“turístico”, es decir, algo de recorrido fácil, cómodo, sin la necesidad del
menor esfuerzo por parte del estudiante. Cualquier señal de turbación en el
alumno es considerada automáticamente como una falta profesional de su
profesor. Pero el resultado de todo es un laberinto más, el de la didáctica,
que a su vez necesita de su propia explicación, de su propia didáctica:
el
fraude tautológico del “aprender a aprender”,
que necesita un “aprender a “aprender
a aprender””,
que necesita un “aprender a “aprender a “aprender a aprender”””
en un bucle infinito, del que sólo puedes salir diciendo “Vale, ¿pero aprender
qué?”.
Nos estamos convirtiendo cada día más en turistas
culturales. Nos movemos culturalmente (es decir aprendemos y enseñamos) en la
más absoluta banalidad y superficialidad, por los estímulos visuales más
inmediatos.
Un caso digno de estudio en este sentido es el proyecto “Horitzó 2020” de las escuelas
jesuitas catalanas. Una campaña mediática sencillamente impresionante, que
seguro conseguirá un significativo aumento de la matriculación.
Por poner un ejemplo, el diario ABC ofrecía la siguiente
noticia:
[...]Proponen un cambio radical en la forma de enseñar: sin
exámenes, ni deberes para casa[...]
[...]En las aulas hay sofás para leer; los estudiantes
deciden cuándo salir al patio; no existen los exámenes tradicionales, ni
deberes para casa[...]
[...]No hay asignaturas compartimentadas. Tampoco hay notas.
Luego con unos algoritmos realizamos una calificación al final de curso que
entregamos en un boletín como exige la ley[...]
¿Sofás en las aulas? ¿A qué nos suena esto? Efectivamente, a
Google y los “bean bags” de su sede GooglePlex.
Porque para campaña de imagen impresionante de verdad, la de
la multinacional Google al hacernos creer a todos que ellos, la mayor
multinacional del mundo, con un poder
económico y social jamás imaginado anteriormente... son un grupo de
jóvenes alegres, desenfadados i dicharacheros que se pasan el dia en la sede “GooglePlex” imaginando cosas y comiendo golosinas.
Sí amigos, los trabajadores de Google, modelo mundial de
éxito empresarial, tienen a su disposición enormes “bean bags” de alegres
colores corporativos donde charlar y compartir ideas, sin horarios rígidos:
En Google hay piscinas de bolas de colores en las que
trabajar con el ordenador:
En Google trabajan los profesionales más valorados y mejor
pagados del mundo, y van al trabajo en bicicletas de colores:
Por dentro de las instalaciones van en patinete:
Y si se sienten cansados echan un sueñecito en mullidos
cojines:
Y todo esto nos lo hemos creído. Y como nos lo hemos creído
las escuelas se tienen que parecer a Google, porque queremos que nuestros hijos
algún día trabajen en Google, o en algo parecido a Google, en todo caso sean
tan felices como los trabajadores de Google, o al menos ganen tanto dinero como
ellos.
Los Jesuitas de Catalunya se han puesto las pilas en este
sentido. Veamos algunas de las fotografías que aparecen en su publicidad:
Aquí divertidos sofás donde los niños estén en posiciones
inverosímiles( qué lejos queda aquello de "niño bájate del sofá" de nuestras madres), y si se aburren pues escriben en las paredes
Allí niños que deciden si recibir la lección en los pupitres o leer plácidamente:
Escuelas en las que los chavales suban y bajen escaleras en
un entorno colorido y agradable:
Todo es muy mullido y blandito, sin apenas paredes, nada laberíntico
En el artículo de ABC se hace una única referencia a los
contenidos de aprendizaje en este nuevo entorno educativo:
[...]Claro que cuando es necesario también hay clases
magistrales. Pueden ser de 20 minutos, y a través de internet, para explicar
una raíz cuadrada o el Teorema de Pitágoras[...]
¿Contenidos? En 20 minutos y por internet, no se necesita
más en esta educación en calcetines.
La Vanguardia del martes 12 de julio del 1983 publicó una
página con este bonito texto dedicado precisamente al Laberinto de Horta:
¿Perderse en un laberinto? ¿Extraviarse en el intrincado
bosque de los caminos que no conducen a ninguna parte? ¿O, como narró Borges,
morir de hambre en el horizonte sin fin del desierto? Juego de niños, figura
clásica de la mitología de los mayores, los laberintos siguen encantando y
confundiendo a una sociedad cuya estructura cada vez se les parece más. Muchos,
de pequeños, jugamos a perdernos en el laberinto del Tibidabo, buscando aquella
salida que parecía ser promesa de mil conquistas: ya no existe. Sólo queda un
laberinto en la ciudad: el magnífico laberinto de cipreses —al que corresponden
estas imágenes— de los Jardines del Laberinto de Horta, en el paseo del Valle
de Hebrón. Unos jardines creados a finales del siglo XVIII —a partir de 1793—
por Joan Antoni Desvalls, destacado matemático y científico, con la
colaboración del maestro de obras Andreu Valls, según planos del ingeniero
italiano Domenico Bagatti. Es el último reducto para el extravío del cuento,
por lo demás perdernos cada día en el laberinto de la gran ciudad.
Cada día hay menos laberintos. Y cada día hay más Google.
No hay comentarios:
Publicar un comentario