La vida social
(La Vanguardia, 27 de Abril de 1918, página 8)
Un querido compañero me hacía observar que si en Barcelona hay una afición excesiva al cinematógrafo, es porque la gente, sobre todo la clase media trabajadora, apenas si conoce la vida de relación: se cultivan poco las amistades; es reducido el círculo de las familias cuyo trato se frecuenta; se vive casi en el aislamiento, con todas las apariencias de un egoísmo receloso e insociable, y como no sabe la gente dónde pasar el tiempo, cuando hay tiempo para la ociosidad del cuerpo y recreo del espíritu, se recurre al cine, que es un espectáculo baratito y ameno, donde, aparte la atracción sentimental de los dramitas y dramones que se proyectan, hay la del lujo exagerado y cocotesco con que visten las actrices; la de ser las películas un poco pecaminosas; la de ofrecerse a la admiración del público femenino espléndidos salones, los interiores de verdaderos palacios, y además, cabe suponer en la gente un deseo oculto, todavía vago, impreciso. de algo que puede ser la vida social reflejada en la pantalla, tan distante da la modesta vida barcelonesa.
Es decir: se nota un vacío en muestras costumbres; se vislumbran las suaves costumbres de otros países, entre las cuales es la más encantadora el tener muchos amigos, y sin reprocharse cada quien el tiempo que pierde en el cine y que ya es un obstáculo para la vida de relaciones, se hace sentir en el corazón ciert amargura, cierta añoranza, cierto disgusto indeterminado que tiene por causa quizás el propio temperamento.
Es posible, sí, que el cine, haciendo desfilar ante los ojos de nuestro público gentes y paisajes de otras latitudes, costumbres de otros pueblos y especialmente de las clases elevadas, mantenga vivas la curiosidad y la admiración por aquello que es elemental en la sociedad y asequible para todos, cuando hay efusión en el trato y se sabe hacer agradable la vida cada quien en su esfera.
Barcelona ha de crecer mucho todavía y es seguro que se apresurará su desarrollo inmediatamente después de la guerra. Ya se advierten las señales de una evolución interior, profunda, de la vida barcelonesa, que no es ajena al cambio por que ha de pasar toda España, ayer nación pobre, hoy casi rica y en camino de hacerse fuerte y poderosa. Barcelona conserva aún muchas cosas provincianas, porque su transformación en gran ciudad ha sido lenta, normal, como consecuencia del trabajo de sus hijos, y hoy recibe otro impulso del exterior: una riada de oro y de vida europea puede elevarla rápidamente a una más alta categoría. La vida social ha de hacerse intensa; las costumbres son susceptibles de asimilarse nuevos modos, haciendo más exquisita su civilidad, aceptando las formas gentiles de la cortesanía, de la politesse.
Porque —doloroso es confesarlo— cuando se dice que los catalanes somos bruscos impolíticos, descorteses, quizás se exageran nuestros defectos, pero no se nos calumnia. Y esto es el resultado del aislamiento egoísta, de la poca afición a la vida social, fuera por dedicar todo el tiempo al trabajo, fuera por el hábito de la oficina y del taller con por el exceso de celo en la selección de las amistades, que a veces parece desvirtuado por las pretensiones, aparentemente también excesivas.
El espíritu práctico y que se supone en nosotros tan desarrollado, tiene recalcitrantes que miran con demasiado desprecio todo lo que parece superfluo, y entre lo superfluo incluyen lo [ilegible ¿señorial?]. Los buenos modos se separan de los modos exquisitos, creyendo observarse bien los primeros con sólo cambiar los saludos, inexcusables, regla de economía, como el llevarse la mano al sombrero sin quitárselo y el decir ¡Buenas!, que es una forma simple y general para las buenas noches, las buenas tardes y aun los buenos días. Con esto y unos cuantos tópicos acomodados al trato cotidiano, es decir, con sólo los rudimentos de la urbanidad; con dar las gracias en el momento oportuno y pedir perdones cuando se ha motivado una molestia involuntariamente; con el afectísimo seguro servidor del final de las cartas, santos y bautizos, y otra de pésame para los entierros, se consideran cumplidos los compromisos de la buena educación.
Todo lo demás, delicadas expresiones de obsequio y estimación personal, gracia en los modales, discretos, cuidado de parecer agradables hasta a los desconocidos, cortesanía, en fin; eso, para los recalcitrantes del espíritu práctico, son romansos.
Recuerdo una conferencia del querido maestro Lluis Millet, una conferencia que por cierto estaba dedicada a un selecto público de señoras, donde el insigne músico se ocupó un momento del fino trato social, estimándolo también él poco asimilable a nuestro temperamento. -No ens está bé- decía con su simpática bonhomie, -perquè... sembla que fem comèdia!
Es una confesión que no debería hacerse sin rubor. Vivimos en una gran ciudad constantemente visitada por extranjeros, y nuestro patriotismo nos hace desear que Barcelona logre un día competir por sus bellezas, por sus progresos, por su elegancia, por el encanto y gracia de su vida, con las mejores ciudades de Europa. No podemos pedir que se viva aquí como en la masía, porque corren por las calles miles de automóviles, y se levantan expléndidos hoteles, y se gastan millones en modas femeniles y la gente, lo repetimos, siente curiosidad y admiración por las costumbres elegantes y por un trato social más efusivo. No son romansos, sino demostración de cultura; el siglo maravilloso de Luis XIV, cargado de prestigios para las letras francesas, tuvo su iniciación en las reuniones mundanas y en el preciosismo del hotel de Ramboillet y del salón de Mlle. de Scudéry.
Además, la vida social y el fino trato que se deriva de la misma expresión de buen gusto, sentimiento de lo bello y distinguido, no se opone al espíritu práctico. "Para que la mayoría de los hombres no se sientan inclinados a expulsar a las golondrinas de la casa, siguiendo el consejo de Pitágoras- decía el cultísimo José Enrique Rodó,- es necesario argumentarles, no con la gracia monástica del ave ni con la leyenda de virtud, sino con que la permanencia de sus nidos no es en manera alguna inconciliable con la seguridad de los tejados."
Siendo como es muy reducido el círculo de nuestros aristócratas, y conocida la mesura, el seny de las familias acomodadas, no son de temer las exageraciones. No hay cuidado de que, andando el tiempo, puedan disiparse aquí muchas energías en la vida de sociedad y de salón, como en la Francia del siglo XVIII. Ni puede ser obstáculo para que se continúe trabajando fervorosamente, indefectiblemente, la educación refinada, la politesse exquisita.
Pero ésta ha de venir con la mayor sociabilidad de las costumbres, cuando la relación social se extienda más allá del círculo de los parientes, cuando no sea sólo propio de los ricos el hacer y recibir visitas, cuando haya una más calurosa comunidad en todas las clases, en fin, cuando a toda persona honrada le sea más fácil rodearse de amigos y llegue a sentir la dulce esclavitud del ambiente suyo, de tal modo que no pueda ya desprenderse de ese medio cordial sin que le duela la herida de una raíz muy sutil, bruscamente arrancada de su corazón.
JOSÉ ESCOFET
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