Fragmento sobre educación de la autobiografía "Recuerdos", de José Echegaray (1917). El tercer volumen lo dedica a su paso por el gobierno del Sexenio Democrático (1868-1874), elogiando la figura del ministro de fomento Manuel Ruiz Zorrilla.
Sobre Manuel Ruiz Zorrilla
podemos leer en la wikipedia:
En ese puesto destacaron sus actuaciones en el campo de la educación, inspiradas, según su propio testimonio, en un "criterio ampliamente liberal y profundamente democrático", por lo que decretó la libertad de enseñanza, dedicando especial atención a la enseñanza primaria porque "un pueblo no puede ser libre si no tiene educación suficiente para conocer sus derechos y practicarlos con entera conciencia", como afirmó en una circular. Esta política, además del decreto de secularización de la riqueza científica, literaria y artística, por el que los materiales de bibliotecas y archivos religiosos pasaban al Estado, le labró una duradera fama de revolucionario y anticlerical.10 Suya fue la idea de la creación de las bibliotecas populares en 1869, como recurso y espacio para la "difusión del saber entre la mayoría"
Textos y personas centenarias, que nos enseñan que en el puchero educativo español llevamos siglos cociendo las mismas patatas: Los mismos problemas, los mismos conflictos, y los mismos ideales. ¿Qué ha cambiado? Ahora tenemos mucha más información... y muchísimo mucho más ruido. Y el tradicional enemigo de la educación española, el clero, ahora sería el
neoliberalismo internacional de la OCDE.
Recuerdos, De José Echegaray (1917). Páginas 108 y siguientes:
El problema de la enseñanza se descompone en muchos problemas, que de paso he de señalar, aunque yo en ellos, por entonces, no tuve necesidad de intervenir.
En primer lugar, puede preguntarse: la Instrucción pública, ¿es una función social de las que deben estar a cargo del Estado, o debe estar entregada por completo a la iniciativa individual, ni más ni menos que como la escuela democrática pura quería entregar el problema religioso?
Son dos soluciones completamente opuestas.
¿Puede el Estado, tiene derecho. el Estado, es conveniente para el progreso que el Estado imponga a todos los ciudadanos un Dios, un dogma, una creencia; en suma, una religión positiva?
Y repitiendo palabra por palabra esto mismo, preguntaban los demócratas de entondes: ¿Puede el Estado, tiene derecho el Estado, es conveniente para el progreso general que el Estado imponga una ciencia, declare lo que es verdad y lo que es mentira, aplique un molde gubernamental a las inteligencias, como a las conciencias individuales una fe?
En el orden filosófico el problema es el mismo; pero la democracia de entonces proponía soluciones distintas, y los más radicales dábamos para el problema religioso una solución radical; para el problema de la enseñanza, una solución de transición y de transacción; es decir: una solución que hoy se llamaría oportunista.
Es decir: nosotros manteníamos la enseñanza oficial, porque suprimirla nos hubiera parecido una verdadera locura; pero al mismo tiempo deseábamos alentar, por todos los medios, la enseñanza individual, para que poco a poco, con el transcurso del tiempo, con la extensión de la cultura y con la propagación de las ideas individualistas, fuera extendiéndose la enseñanza privada. Realmente, a esto tendía don Manuel Ruiz Zorrilla, y algo se ha hecho en este sentido.
El creó las bibliotecas populares; en aquella atmósfera se engendró la Institución libre de enseñanza; por virtud de aquellos impulsos han marchado después paralelamente la enseñanza oficial y la enseñanza libre; pero hay que reconocer que todo esto ha caminado tan aprisa como don Manuel Ruiz Zorrilla deseaba.
Como yo en estos recuerdos no hago más que recordar; como no juzgo, ni dogmatizo, ni critico, debo contentarme con estas indicaciones generales.
El problema fundamental es el que hemos planteado; pero tras él, y casi pudiera decir que al mismo tiempo, se plantea este otro, que ya entonces se planteó con gran vigor, pero entre luchas sordas y caminando con grandes rozamientos.
Se planteo por los krausistas y por otros muchos que no comulgaban en la misma escuela, y era este:
Dado que exista la enseñanza oficial, ya porque siempre deba existir, como existe en todas los naciones civilizadas, ya porque se crea que al fin desaparecerá cuando la enseñanza privada adquiera la extensión a que aspiran los individualistas, en uno o en otro caso, como forma permanente o como servicio transitorio, ¿cuál debe ser su carácter?
¿Debe ser la enseñanza en todos sus grados, primaria, secundaria y superior, de facultades generales o de escuelas especiales, un organismo del Estado dependiente del Gobierno, al cual el Gobierno dé dirección y norma, y no sólo condiciones de derecho, sino condiciones técnicas e intrínsecas?
En suma: el Estado, y en su representación el Gobierno, por sus varios organismos, ¿debe ser el que defina la ciencia, dando programas, fijando métodos de enseñanza y considerando a los profesores como empleados públicos?
O, por el contrario, la instrucción pública ¿debe ser un organismo independiente y autónomo dentro del Estado, sin recibir de éste más que condiciones de derecho y medios materiales de existencia; es decir, cierto número de millones ,n el presupuesto?
Sólo con enunciar el problema, aun de la manera vaga e incompleta en que acabamos de enunciarlo, se comprende que es enorme y trascendental, y que dentro de él caben multitud de soluciones, como otros tantos términos medios entre estos dos términos extremos, entre los que dicen: Yo, Estado, pago, y puesto que yo hago el sacrificio, no enseñará el profesor más ciencia que la que yo crea buena. Y los que consideran esta solución como tiránica, arcaica e incompatible con la libertad moderna del pensamiento, y, por lo tanto, no reconocen en el Estado más que la facultad de fijar condiciones de derecho y el deber de subvencionar la enseñanza. Lo que la enseñanza haya de ser, lo determinará el cuerpo docente, sin que ni aun él pueda coartar la libertad del pensamiento y la libertad de la ciencia.
Estos dos problemas que hemos apuntado, ya entonces se discutían con calor, y hoy mismo pudieran seguirse discutiendo; quizá entonces se discutían más que hoy. Verdad es que hoy no se discuten ni poco ni mucho. Respecto a Instrucción pública, hoy son otros los problemas que se agitan; pero tampoco son nuevos, que ya entonces, por aquellos tiempos a que me refiero, se planteaban y se discutían.
Y como no quiero dejar incompletas estas ideas, al menos en su enumeración y en su enunciado, algo he de decir todavía; pero este artículo, por ser excesivamente serio, ha de parecer excesivamente enojoso a mis lectores. Que la naturaleza humana es así; lo más serio, lo más importante, lo más fundamental, suele ser lo más aburrido.
Descansemos, pues, aunque no hemos llegado aún al séptimo día.
LXVII
Recuerdo, y es milagro que lo recuerde, que en mi último artículo, después de dar una idea ligera e incompleta de los trabajos que en la Dirección de mi cargo se prepararon, y aun se convirtieron en decretos, en aquellos meses agitadísimos y dramáticos que precedieron a la reunión de las Cortes Constituyentes, quise también decir algo de la labor importantísima, pero llena de dificultades, que don Manuel Ruiz Zorrilla había pretendido llevar a cabo en la Dirección de Instrucción pública.
Problema trascendental y problema dificilísimo, que hace un siglo que se agita en España, y que todavía no se ha resuelto ni lleva trazas de resolverse.
Todos los ministros, todos los partidos, todo el mundo rebosa en buenos deseos; las leyes, las disposiciones, los reglamentos, las reformas, se acumulan, crecen, se complican y forman la legislación más ininteligible de todas las legislaciones imaginables.
Zorrilla era un espíritu activo, era un talento claro: su entusiasmo era grande, y tuvo orientaciones en este ramo muy importantes y muy fecundas. Conocía todos los problemas que en el seno de este gran problema de la Instrucción pública se agitan; pero todos estos problemas no estaban, si se me permite la palabra, maduros todavía.
¿Lo están hoy?
Hay quien lo duda.
La cuestión fundamental es ésta, que ya la indicábamos en el capítulo anterior. La enseñanza pública, en toda su extensión, ¿pertenece a las funciones propias del Estado, o pertenece a la iniciativa particular?
Zorrilla, como ya dijimos, tomó una buena orientación; por lo menos, la única orientación práctica, dadas las circustancias de nuestro país: sostener la enseñanza oficial, procurando mejorarla, y, al mismo tiempo, favorecer y estimular la enseñanza particular. Este criterio, más o menos acentuado, con mayores o menores simpatías por la enseñanza privada, se ha sostenido desde entonces; pero es indiscutible que quien planteó el problema fué don Manuel Ruiz Zorrilla.
La segunda cuestión, también hablamos de esto en el anterior capítulo, fué la siguiente: Dado que exista la enseñanza oficial, ¿hasta qué punto el organismo de la instrucción debe estar sometido al Estado, es decir, a un centro ministerial?
Se trata nada menos que de la autonomía de los centros de instrucción.
Este problema se discutió, pero no llegó a plantearse, ni, por lo tanto, llegó a resolverse, y en este punto ha triunfado la tradición, sin más modificaciones que aquellas que son hijas de los tiempos: más independencia y más libertad en el profesorado, para la enseñanza y el cultivo de las ciencias.
Y después de estos problemas viene otro de fondo y de tanta trascendencia, por lo menos, como los dos anteriores, a saber: ¿en qué debe consistir la enseñanza, cuál debe ser su objeto fundamental: la alta ciencia, o las ciencias de aplicación; las grandes teorías, los grandes conceptos intelectuales, o la parte práctica material?
Y dicho problema, que ya se dibujaba en aquellos tiempos, no se escapaba a la penetración de Zorrilla, que, aunque en pequeña escala, algo consiguió hacer en uno u otro sentido; este problema, desde aquellos tiempos hasta hoy, se ha acentuado, y hoy pudiera plantearse de este modo: de una parte, el sabio; de otra parte, el obrero.
Como a veces se llama libertad a lo que es tiranía, y progreso a los movimientos retrógrados más brutales, hay muchos que abominan de la alta ciencia creyendo que es un conjunto de abstracciones inútiles, residuos de la escolástica, tradición caduca, conjunto de fórmulas huecas, que crea hombres inútiles para el trabajo; y los tales defienden que lo sano, lo progresivo, lo que reclaman los tiempos, es la enseñanza práctica, casi casi el trabajo material: las escuelas sobran; lo que faltan son talleres; y si se tolera la palabra ciencia, es agregándola el adjetivo práctica.
La alta ciencia es una vejez; la ciencia práctica es la que importa.
Los grandes sabios son unos aristócratas, unos privilegiados odiosos, unos vanidosos sin fuerza de fecundidad.
Lo nuevo, lo fecundo, lo democrático es ponerse en contacto con la realidad material: con la fábrica o con el taller.
Y por este camino casi se abomina del trabajo intelectual y se diviniza casi la fuerza muscular del obrero.
Todo esto ya apuntaba en otros tiempos. En éstos no sólo apunta, sino que dispara, y el porvenir se presenta confuso.
Y problema es éste en que toda solución exclusiva es absurda y es imposible. Aquí sí que no cabe más que una solución de armonía, pero en que lo superior se mantenga superior, y en que lo inferior no pretenda sustituirse a lo que está en esferas más elevadas; y esto no por desigualdades vanidosas, sino porque la misma realidad lo impone.
En todo hombre, el cerebro que se agita en el cráneo valdrá más que el músculo que se contrae en el brazo.
Se piensa con las celdillas cerebrales, no con la masa muscular o con tendones robustos.
Se es hombre racional porque se tiene un cerebro, no porque se hunda un dinamómetro de un puñetazo.
La Naturaleza ha establecido la división del trabajo, y esa división del trabajo, llevada a mayor o menor grado, se impone en todos los organismos sociales, que en último análisis es la ley suprema de la diferenciación.
Lo que voy diciendo, ¿es que lo digo hoy, o es que recuerdo que lo pensaba entonces?
Esto lo pensábamos entonces como puede pensarse ahora. Y son recuerdos de dogmas inquebrantables, aunque tan oportunas son estas ideas hoy como vivas estaban hace cuarenta años; y en todas las obras de Economía política, ciencia que es verdadera ciencia, y no fantasmagoría más o menos sentimental, se encuentran esparcidas las ideas que hoy recuerdo y reproduzco en estos enmarañados recuerdos.
Es necesaria la alta ciencia; si no, el mundo se estanca, se materializa, se embrutece, y el progreso es imposible. Entiéndase bien: sin la alta ciencia, el progreso material es absolutamente imposible, el estancamiento es inevitable; pero la alta ciencia, que es la que alimenta el pensamiento humano, alienta y da vida y hace fecunda a la ciencia práctica, y se transforma y se materializa y se convierte en ciencia práctica, como el vapor de las nubes se condensa en agua y corre en los ríos y fecunda los campos. Si el agua se quedase siempre flotando en la atmósfera, pintaría nubes bellísimas sobre arenales estériles; pero si la atmósfera estuviese seca en- absoluto, toda la tierra sería o piedra o arenal.
Por eso hace un momento indicaba que este problema tenía solución natural en la armonía.
Alta ciencia y ciencia práctica: las dos cosas.
El sabio y el obrero: las dos cosas también; y entre uno y otro, toda una escala: los diversos grados del ejército del trabajo y de la civilización. Sus generales, sus coroneles, sus capitanes, hasta el soldado raso, que es tan digno como el general de simpatía y de respeto, pero que no es general hasta que por sus méritos llega a serlo.
Que si todos fueran generales, sería lo mismo que si todos fueran soldados; y entonces, ni ejército ni victoria; cuando más, se harían la guerra unos generales a otros; que esta es triste ley de la Humanidad, lo mismo para los que comen rancho que para los que ciñen faja.
Permítaseme que insista sobre este punto, que ha sido siempre, y es, y seguirá siendo trascendental.
La raíz de todo progreso de gran importancia está siempre en la alta ciencia, en esos conceptos elevados que muchos consideran estériles.
El descubrimiento de un sabio, que, a veces, se juzga inútil, estéril para la vida práctica, puro juego de la imaginación o mera curiosidad de la naturaleza, es, sin embargo, impulso soberano que el genio da a la civilización, y que transforma toda una época.
No citaré el vapor, no citaré el telégrafo, porque ya serían citas vulgares, aunque para nuestro objeto serían demostraciones terminantes.
Citaré la dínamo.
Un sabio se entretiene en aproximar un imán a un alambre, formando circuito cerrado, en el que hay un galvanómetro. Un galvanómetro, en el fondo, no es más que una aguja imantada.
Advirtiendo que el galvanómetro puede estar a mucha distancia del sitio de la experiencia.
Pues el físico observa que, al mover el imán en presencia del conductor metálico, la aguja del galvanómetro se mueve.
Y aun de otro modo puede hacerse esta misma experiencia, sin necesidad del galvanómetro. Basta el imán y el alambre cerrado, y el sabio que realiza esta experiencia observa que, al mover el imán, aumenta la temperatura del alambre.
Experiencias, al parecer, insignificantes, infantiles, casi puerilidades de un viejo; algo, en suma que casi no vale una mirada de curiosidad.
¡Proteger semejantes niñerías, dirá tal vez algún defensor del trabajo práctico, y dar dinero el Estado para estos caprichos casi ridículos de los que alardean de profesar la alta ciencia! La alta ciencia no sirve más que para favorecer la holganza de unas cuantas eminencias.
Porque experimentos tales no representan trabajo. Trabaja el que maneja la azada, o sostiene el arado, o pica la piedra, o saca carbón de la mina, o consume su fuerza muscular en una fábrica, o maneja una locomotora.
En efecto: todo esto es trabajo, y es trabajo digno de respeto y digno de protección. Y es trabajo necesario, porque sin él, ni la sociedad existiría, ni el progreso sería práctico, ni las ideas más sublimes encarnarían en la realidad: allá se quedarían flotando sin consecuencia en el espacio, o durmiendo con sueño de abstracciones entre las fórmulas de un matemático.
Todo esto, lo repetimos, es trabajo, pero es un átomo, y en unos cuantos átomos aprovecha a la sociedad si se compara con aquella experiencia pueril e insignificante que hemos citado hace un momento. Porque los trabajos materiales a que nos hemos referido son trabajos al día, de unos cuantos caballos de vapor; y aquel conductor que se calienta cuando delante de él se mueve un imán, representa la conquista de millones y millones de caballos de vapor para el porvenir. Conquista, decimos, porque los trabajos materiales cuestan fatigas y sudores y vidas humanas, y la experiencia citada del conductor y el imán significa esto: que la Naturaleza trabaja por el hombre; de modo que representa inmensas energías que han de trabajar gratuitamente por la raza humana y por la civilización.
Y en efecto: La experiencia que nos sirve de tipo ha engendrado la dínamo, y el transporte eléctrico de energía, y la movilización de las cataratas y de las corrientes aéreas, y de la fuerza de las mareas, y más tarde de la fuerza solar, que es fuerza enorme, pero cuya enormidad no es fácil que comprendan ciertas inteligencias poco soleadas.
En suma : aquella experiencia modestísima puede cambiar toda una civilización, y ayudar, no con palabrerías, sino con hechos, a que se resuelva la cuestión obrera, que es la cuestión más formidable que se agita en este siglo xx.
Por eso decimos que si el Estado debe proteger la ciencia, tanto como a la ciencia práctica, tanto como a la enseñanza obrera, debe proteger a la alta ciencia, que es el manantial poderoso; todo lo demás son arroyuelos desprendidos de aquel manantial; y si yo apurase el argumento, diría que aun más se debe proteger a la alta ciencia, a la ciencia que algunos llaman abstracta, aunque no lo sea, a la que muchos odian a impulsos de la envidia, que no a la ciencia práctica y a las enseñanzas inferiores; porque éstas tienen vida por sí, porque están muy cerca de la utilidad positiva, porque proporcionan ganancias inmediatas, y la alta ciencia, en cambio, no está en contacto con las necesidades materiales ni puede explotarlas: está en contacto con necesidades intelectuales superiores que muy pocos hombres sienten y saborean.
Hay más hambre por el pan de cada día, que por la verdad de todos los siglos. La necesidad material da oro por ser satisfecha; la necesidad espiritual da gloria, cuando la da.
Más son los consumidores de la industria, que los consumidores de la ciencia; y cuanto más se remonta la ciencia, menos son sus adoradores. Por eso decimos que si se admite que el Estado, permanentemente según unos, en períodos transitorios según otros, ha de proteger la ciencia y su propagación mediante la enseñanza, la protección, en rigor, debiera ser mayor para aquello que lia de ser más fecundo y para aquello que ha de verse más desamparado de la protección social y espontánea.
En rigor, esta es la fórmula de Moreno Nieto, que ya expusimos en otros capítulos.
Y de todos estos problemas se hablaba en aquellos tiempos a que voy refiriéndome y que voy recordando.
Ya que no se resolviesen porque no habían llegado al estado de madurez necesaria, el menos se discutían; al menos de ellos se hablaba. Hoy se habla menos de ellos y no se discuten.
Se habla, sí, de reformas y reformas; pero ¿cómo han de ser estas reformas? Hablar de reformas sin determinarlas es agitar el aire con sonidos y sin provecho.
Y esta cuestión de la enseñanza es inmensa; no es un problema, es un enjambre de problemas; daría origen a un cuestionario interminable. Ya hemos empezado a formularlo.
La instrucción, la enseñanza, ¿es función social y debe estar a cargo del Estado? O siendo social, porque social es todo lo que pertenece a la sociedad, ¿debe estar entregada a la actividad individual?
O de otro modo: la ciencia, ¿la fabrica el Estado en forma de monopolio, o la fabrica la industria libre?
Dado que la enseñanza corra a cargo del Estado, ¿deberá éste hmitarse a sostenerla, subvencionándola convenientemente, pero concediendo libertad completa al Cuerpo docente, o la someterá a una dirección oficial, convirtiendo la enseñanza en una verdadera función administrativa, como si se tratara de otro servicio cualquiera?
En todo caso, ¿deberá proteger igualmente la alta ciencia y la ciencia práctica, o deberá mostrar predilección por una de ambas?
Y pasando a los métodos y sistemas pedagógicos, todavía pudiera continuarse el interrogatorio, porque aquí los problemas se multiplican. Todo esto se agitaba por entonces, pero sin llegar a marcar un conjunto de soluciones ni una orientación determinada.
Porque es lo cierto que el ministro tenía que luchar, no sólo con las dificultades de los problemas más sencillos, sino con los problemas mucho más graves, que nacen siempre del conflicto entre las personas, de las luchas internas en el profesorado y de las pasiones políticas, por aquella época en período álgido de ebullición.
Presentemos un solo ejemplo, y como éste pudiéramos presentar muchísimos, y todos ellos demuestran en qué grave apuro ponían las circunstancias al buen deseo y a la buena fe de don Manuel Ruiz Zorrilla.
Asaltaban al ministro, pidiéndole justicia, los que deseaban una purificación en el profesorado.
Estas purificaciones ocultan siempre, háganse en nombre de la libertad, háganse en nombre de la reacción, intereses ocultos, odios antiguos, venganzas que toman apariencias de reparaciones.
Y se le decía a Zorrilla:
- Muéstrese usted enérgico, separe usted de sus cátedras a los profesores que sólo las posean por el capricho ministerial, no respete usted más que a los que tengan sus cátedras por oposición.
»Esto pide la justicia, la dignidad y el porvenir del Cuerpo docente,»
Y Zorrilla era un hombre enérgico, capaz de tomar una medida, por dura que fuese, si se convencía que era justa; y, a decir verdad, a esta solución se inclinaba; pero al llegar a la aplicación, ¡que dificultades tan insuperables y cómo resultaba que, lo más justo en la apariencia, era lo más injusto, lo más arbitrario y lo más inconveniente en la realidad!
Más aún: lo imposible en el orden político.
Se daba este caso: que don Pedro Mata no tenía la clase por oposición, y que si Zorrilla seguía el criterio que algunos pretendían imponerle, tenía que privar de su cátedra a don Pedro Mata, porque era profesor por nombramiento ministerial, no por oposición.
Pero don Pedro Mata era una autoridad, una eminencia, respetado por todo el mundo; persona dignísima que no había obtenido la cátedra por oposición, pero que la había obtenido por derecho propio y por competencia indiscutible.
Y agregúese a todo esto, que don Pedro Mata era un progresista de toda la vida, amigo íntimo de los prohombres del partido, un verdadero prohombre él mismo en el viejo y simpático partido progresista; y agregúese, por ultimo, que era querido y admirado de sus discípulos, y que ejercía por sí una verdadera autoridad universitaria. Separar a don Pedro Mata hubiera sido una gran iniquidad, un escándalo y una torpeza, y en el fondo se hubiera perjudicado grandemente a la enseñanza.
Pero no separar a don Pedro Mata y sí a otros profesores, con el pretexto de que no tenían la cátedra por oposición, ante la lógica y ante la equidad era imposible.
Y así don Pedro Mata vino a ser el amparo y el escudo de muchos profesores que en España tenían fama de reaccionarios, y a quienes la pasión política no hubiera respetado, ciertamente, si al sacrificarlos no hubiera sido preciso sacrificar otras víctimas que para la revolución eran sagradas.
Digo esto para dar una idea de las dificultades con que tenía que luchar Zorrilla al introducir reformas en el profesorado.
Dificultades en la doctrina, dificultades en el personal y dificultades económicas, porque en aquellos tiempos la Hacienda andaba apuradísima; y las reformas, que en el orden político y por el pronto son baratas, porque se concede una libertad con publicar un decreto o una ley en la Gaceta, y en veinticuatro horas y de balde se da una Constitución, en el orden económico son muy caras: toda reforma supone un sacrificio, o, dicho en términos más prosaicos, supone dinero, y el dinero no se crea ni por la voluntad de un ministro ni por la voluntad soberana de una Cámara.
Y aquí termine esta reseña, árida y enojosa, de decretos y proyectos, y planes y reformas que por aquella época se intentaron en el Ministerio de Fomento.
Se intentaron muchísimas, se realizaron muchas.
Algunas subsisten, y eso que han pasado cerca de cuarenta años.
Y otras, si no subsisten íntegras, han influido poderosamente en reformas sucesivas, como quizá demuestre en otra ocasión.
Cuando yo pasé de la Dirección al Ministerio, todavía realicé reformas que creo importantes, y que señalaré cuando les llegue su turno.
Por ahora, y en el orden de los recuerdos, no soy todavía más que director de Obras públicas. Agricultura, Industria y Comercio. Se va aproximando la reunión de Cortes, de aquellas Cortes Constituyentes en que se agitaban tantas ideas, tantos ideales, tantas esperanzas y tantas ilusiones. De aquellas Cortes que, como sucede con todo lo que encierra algo grande, se agigantan con la distancia, y se ennoblecen con la perspectiva, y se poetízan con el recuerdo.
¡Cuántas ideas he dicho! Y no sólo cuántas ideas, sino cuántos hombres en una y en otra parte, en todos lados de la Cámara, en los progresistas, en los de la Unión liberal, en los demócratas, en los federales, aun en el grupo pequeñísimo de los unitarios y en los que más tarde constituyeron el grupo alfonsino.
Y en los carlistas también, y en todas partes hombres de ciencia, hombres de Estado, oradores prodigiosos, militares que traían aureola gloriosísima.
Unas Cortes en que estaban, y cito a capricho, Prim, el duque de la Torre, Topete, Olózaga, Sagasta, Zorrilla, Ríos y Rosas, don Manuel Silvela, Rivero, Martos, Moret, Becerra, Romero Girón; y enfrente, nada menos que Castelar, Pi, Figueras; y de otra parte Cánovas y ¡cuántos progresistas ilustres que iban poniéndose en primera línea, Montero Ríos, por ejemplo!... Pero es empresa insensata la de enumerar en esta evocación todas las figuras soberanas que van pasando ante mi vista. Basta y descansemos.
Lo grande y lo dramático del recuerdo suspende y abruma y corta la palabra.